ChatGPT nos ayuda a pensar más y mejor

         En estas últimas semanas he prestado particular atención a ChatGPT, el prodigioso recurso de inteligencia artificial, puesto —por ahora gratuitamente— a disposición de los usuarios de internet desde el pasado mes de noviembre. Impresiona muchísimo la rapidez y calidad de sus respuestas —en perfecto inglés o en perfecto castellano— a las preguntas que se le formulan. Le he preguntado al sistema  desde qué es la libertad o la amistad hasta cómo hacer un ensayo para la asignatura de «Filosofía del lenguaje» del profesor Nubiola. Sus respuestas me han parecido siempre atinadas e iluminadoras, pues ayudan a comprender un asunto o a emprender una tarea como la de escribir un ensayo.

         Primero me llegó a través de la prensa la alarma de varios profesores norteamericanos advirtiendo que este software era capaz de escribir los ensayos académicos que asignaban a los alumnos. Por mi parte, he podido comprobar que más bien es una ayuda formidable para la enseñanza, pues —como si fuera un tutorial de YouTube— les da instrucciones sobre cómo hacer un ensayo o el trabajo del que en cada caso se trate.

         He visto también a personas preocupadas por la ideología de fondo —básicamente materialista como la cultura dominante— que tiene este «modelo de lenguaje», como a sí mismo se define el sistema, pero me parece que proporciona respuestas básicamente respetuosas con las convicciones religiosas, al menos de los cristianos. En el caso de temas discutidos proporciona las diferentes opiniones y tiende a respaldar la respuesta más «políticamente correcta». Sirva como anécdota la pregunta que le formulé hace unos días: «¿No mientes nunca?» Copio la respuesta porque es también ilustrativa del estilo de su redacción:

— Como modelo de lenguaje, no tengo la capacidad de mentir porque no tengo la capacidad de tener intenciones o motivaciones. Yo simplemente proceso el lenguaje y genero respuestas basadas en los patrones que he aprendido a través de mi entrenamiento.

         Sin embargo, es importante tener en cuenta que, como modelo de lenguaje, mi precisión depende de la calidad de los datos con los que he sido entrenado y de la forma en que se me hace la pregunta. Si una pregunta se formula de una manera engañosa o confusa, mi respuesta podría ser inexacta o incompleta sin que haya una intención de mentir. Por lo tanto, siempre es importante evaluar críticamente la información que se obtiene de cualquier fuente, incluido un modelo de lenguaje, y verificarla si es necesario antes de tomar decisiones importantes basadas en esa información.

— Muchas gracias por la aclaración.

— ¡De nada! Si tienes alguna otra pregunta o necesitas más aclaraciones, no dudes en preguntar. Estoy aquí para ayudarte en lo que necesites.

******************

         ¿Impresionante, no? Las alarmas ante un sistema tan eficiente como este me recuerdan a aquellos que en mi juventud no dejaban llevar a clase la calculadora, o a quienes desconfían de Wikipedia o del programa de traducción de Google. Hace unas décadas se consideraba que calcular o jugar al ajedrez eran buenos ejemplos de actividades inteligentes, pero ahora que las máquinas hacen mejor esas tareas, nos damos cuenta de que lo realmente inteligente es diseñar y programar esas máquinas.

         Me parece que estas nuevas herramientas pueden ayudarnos a ser «más inteligentes”, a cometer menos errores: sea, por ejemplo, en el diagnóstico asistido por ordenador, las sentencias judiciales o tantas otras actividades cuyo resultado sea un texto. De modo parecido a como el GPS –con sus fallos y errores— nos ayuda tanto a llegar a nuestro destino, el GPT [«Generative Pre-trained Transformer«], puede también ayudarnos «a salir del piloto automático —me escribía Beatriz Ariza— y competir en nuestros puntos fuertes vs. la IA: empatía, creatividad, etc.». Por otra parte, estos «modelos de lenguaje» nos muestran que la actividad más propiamente humana no es escribir o pronunciar discursos: ¡cuántas veces hemos visto a charlatanes (incluso políticos) que hablan, pero nos dejan con la impresión de que no piensan! Ambas actividades —escribir y hablar— son técnicas que pueden ser producidas por programas informáticos.

         Las máquinas que contestan a nuestras preguntas pueden ayudarnos mucho a pensar, a sopesar las diferentes opiniones, a valorar los datos disponibles, a calibrar los pros y contras, a tomar decisiones más fundamentadas. En estos días varios colegas me han advertido de un fallo garrafal de ChatGPT que lo inhabilita por ahora para el mundo académico: ¡Se inventa muchas referencias bibliográficas! Esto es, crea referencias falsas. Si le pregunto «¿Qué ha escrito Jaime Nubiola?» proporciona una lista de libros que no he escrito yo. Lo mismo ocurre si le pregunto por citas mías: contesta inventándose seis frases hermosas que tampoco son mías.

         Ya se ve que todavía el sistema ChatGPT tiene mucho que aprender, pero estoy persuadido de que más pronto que tarde aprenderá. No hemos de tener miedo a ChatGPT, al contrario, me parece una invitación a pensar más, a pensar mejor, para así poder vivir más creativamente.

Pamplona, 1 de marzo 2023.

Agradezco los comentarios de Lucas Abal, Beatriz Ariza, Hugo Carretero, José de León y Marcia Moreno-Báez, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Una caída que invita a pensar

            El pasado miércoles 11 de enero llovía en Pamplona. Iba caminando a mi trabajo en la Universidad —procuro hacer 11.000 pasos diarios—, protegido con paraguas y un calzado adecuado. Lamentablemente, mientras iba pensando en las personas y los asuntos que iban a llenar mi día, en una bajada de la Plaza de los Fueros me falló un pie, resbalé y cayó todo mi considerable peso sobre el pie izquierdo. Me di cuenta enseguida de que había sido un golpe muy fuerte, pero pensé también que seguía vivo y que no tenía nada roto. Fui recuperándome poco a poco. Como podía caminar y el dolor era soportable, seguí hasta mi despacho.

            Al enfriarse la pierna se produjo una notable hinchazón. Como la molestia era llevadera pude dar la primera clase del curso de «Filosofía del lenguaje» y después me fui en taxi al Servicio de Urgencias de la Clínica de la Universidad. Una vez hechas las radiografías, la Dra. Laura Olías me dijo que tenía rotura de peroné, que no requería cirugía, sino inmovilización de la articulación con una férula y escayola durante seis semanas. Añadió que tendría que manejarme con silla de ruedas y muletas durante ese tiempo porque no debería apoyar el pie izquierdo en el suelo.

            Llama mucho la atención cómo un pequeño resbalón puede cambiarte tanto la vida. Desde el primer instante vino a mi memoria aquella frase de la filósofa judía Edith Stein: «Lo que no estaba en mis planes, estaba en los planes de Dios» (Ser infinito y ser eterno, Herder, 1986, p. 109). De hecho, tuve que cancelar tres breves viajes previstos para las semanas siguientes y, sobre todo, dejarme cuidar por los demás en mi forzosa inmovilización. Esa frase de Edith Stein —que murió en la cámara de gas en Auschwitz en agosto de 1942— invita siempre a pensar. Mi amigo filósofo Nathan Houser me escribía: «Debo preguntarte, ¿crees que tu pierna rota fue el plan de Dios, como sugieres con la cita de Stein, o fue tal vez el capricho arbitrario del Azar?». Este es el tipo de problemas que han perseguido a filósofos y teólogos cristianos y no cristianos desde hace siglos en torno a cómo conciliar la ciencia,  omnipotencia y bondad atribuidas a Dios con nuestras desgracias.

            Contesté a Houser evocando la respuesta del papa Benedicto XVI a esta grave cuestión precisamente en Auschwitz en su visita de mayo del 2006: «¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta:  ¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal? […] Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios. Solo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. […] El Dios en el que creemos es un Dios de la razón, pero de una razón que ciertamente no es una matemática neutral del universo, sino que es una sola cosa con el amor, con el bien».    

            En mi caso personal he podido comprobar el tsunami de afecto que ha suscitado mi caída del pasado día 11, con la fractura y el escayolamiento del tobillo izquierdo subsiguiente. Los alumnos a los que aquel día había dado clase cojeando me agasajaron el miércoles siguiente con una estupenda caja de bombones. El post que subí a Facebook generó más de 300 reacciones y 200 cariñosos comentarios. En la mayor parte de los casos solo pude contestar con un corazón para expresar «Gracias, ¡me encanta!». ¡Cuánto reconforta sentirse querido, quizá más todavía en circunstancias como esta! Me han emocionado en especial los encuentros casuales con colegas y amigos por los pasillos de la Universidad o la desinteresada ayuda de desconocidos ante ocasionales dificultades con la silla de ruedas en mis traslados.

            Todo son motivos de agradecimiento. El punto, sin embargo, que quería destacar aquí hoy —además de la permanente invitación a pensar sobre las cosas que nos pasan— es la importancia de dejarse cuidar. Frente a la encendida defensa de la autonomía personal, el dejarse cuidar nos enseña a ser humanos, nos enseña que somos dependientes de los demás: esa es la humana condición.

Pamplona, 1 de febrero 2023.

Agradezco la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Hartmut Rosa: Pensar bien

         Me ha impresionado mucho la lectura en estas vacaciones del libro del sociólogo alemán Hartmut Rosa «Lo indisponible» (Herder, Barcelona, 2020, 167 págs.). Frente al «modo agresivo» de estar en el mundo que ha hecho posible los éxitos espectaculares de la ciencia, la técnica y el desarrollo del bienestar, Rosa sostiene que «el modo fundamental de la existencia viviente del ser humano no es disponer sobre las cosas sino entrar en resonancia con ellas» (p. 53). Me ha parecido no solo hermoso, sino profundamente verdadero: lo que los seres humanos anhelamos no es dominar el mundo, sino resonar, esto es, tener relaciones significativas con las personas y con las cosas.

         Un buen amigo me había comentado que estaba leyendo con gran interés el libro más importante de Rosa, «Resonancia: Una sociología de la relación con el mundo» (Katz, Móstoles, 2019), que tiene casi 600 páginas, pero no me atreví con un volumen tan grueso. Preferí comenzar adquiriendo a través de Abebooks.com «Lo indisponible» —que he leído ya y me ha cautivado— y «Remedio a la aceleración. Ensayos sobre la resonancia» (Ned, Barcelona, 2019, 125 págs.), que estoy leyendo ahora.

         Sin duda, por mi parte he entrado en resonancia con este autor del que no sabía nada y me ha encantado. Más aún, me parece particularmente interesante para quienes piensan en un horizonte cristiano, aunque Hartmut Rosa —nacido en la católica Baviera en 1965— se identifique como un pensador «laico». El rasgo que quizá más me ha impresionado es la excepcional amplitud de su pensamiento, combinada con una cuidadosa atención a los detalles de la vida cotidiana. Muestra una admirable formación sociológica en la mejor tradición de Weber y Simmel. Su conexión con la Escuela de Frankfurt —a la que se le suele adscribir— y con el pensamiento del filósofo canadiense Charles Taylor —sobre cuya filosofía política hizo la tesis doctoral—, le convierten en un observador privilegiado de lo que está pasando en nuestra sociedad.

         Lo que más me ha impresionado es la contundente sencillez de su interpretación del mundo occidental: «El momento impulsor de esa forma de vida que denominamos ‘moderna’ es la idea, el anhelo y el deseo de poner el mundo a disponibilidad. La vivacidad, la conmoción y la verdadera experiencia, sin embargo, surgen del encuentro con lo indisponible» (p. 10). «El encuentro con lo indisponible y el anhelo o la lucha por ponerlo a disponibilidad atraviesan como un hilo conductor todos los ámbitos de la vida» (p. 12).

tuning Fork resonance experiment. When one tuning fork is struck, the other tuning fork of the same frequency will also vibrate in resonance

         Copio del párrafo final de su prólogo, que permite también hacerse idea de su estilo literario, a veces un tanto complicado: «La indisponibilidad es parte constitutiva de la vida humana y de la experiencia humana fundamental. […] Mi hipótesis inicial es la siguiente: en la medida en que nosotros, los tardomodernos, apuntamos a poner el mundo a disponibilidad, este nos aparece siempre como un ‘punto de agresión’ o como una serie de puntos de agresión, es decir, como un conjunto de objetos a ser conocidos, alcanzados, conquistados, dominados o usados. Precisamente de esta manera parece escapársenos la ‘vida’, aquello que constituye la experiencia de la vivacidad y el encuentro: aquello que posibilita la resonancia. Esto, a su vez, produce angustia, temor, ira e incluso desesperación; sentimientos que luego, entre otras cosas, se ven reflejados en comportamientos políticos impotentes y agresivos» (pp. 13-14).

         Hartmut Rosa pone de manifiesto que las sociedades modernas solo pueden estabilizarse dinámicamente, esto es, mediante el incremento constante: están estructural e institucionalmente constreñidas a poner cada vez más mundo a disponibilidad. La contrapartida de esta concepción es la idea «tremendamente poderosa que penetra hasta los poros más finos de nuestra vida psíquica y emocional: la idea según la cual el aumento de nuestro alcance de mundo constituye la clave de una vida buena o mejor» (p. 23).

         Me ha encantado que en lugar de aburridos estudios cuantitativos, Rosa apele a la experiencia común sobre los diversos aspectos de la vida cotidiana: desde el nacimiento y la crianza de los niños, la educación, la salud y la profesión hasta las vacaciones, los deportes o el consumo. Como ejemplo, valgan dos anotaciones ocasionales que he tomado del libro; la primera sobre la sensación de inseguridad, que advierto con frecuencia en mis viajes, y la segunda sobre los pasos (que mido a diario):

— «Cuantas más cámaras de vigilancia, alarmas y alambradas de protección se instalan alrededor de una propiedad, tanto más inseguros se sienten sus habitantes» (p. 97).

— «Es prácticamente imposible medir el número diario de pasos sin intentar aumentarlo u optimizarlo. Resulta ilusorio creer que los datos, una vez disponibles, no nos inducirán a cambiar nuestro comportamiento» (p. 114).

         Respecto a esto último, le respondería a Rosa que su análisis quizá sirva para los pasos, pero no para el peso, pues aunque llevo pesándome en la báscula todas las mañanas desde hace años no por ello he conseguido bajar ni un gramo. Fuera de bromas, el libro «Lo indisponible» de Hartmut Rosa es un ejemplo de la mejor filosofía, esto es, de una reflexión que arroja luz sobre nuestras experiencias más comunes y eso nos permite aprender a vivir mejor, a intentar ser mejores. Como respondía Rosa en una entrevista en Philosophie Magazine (23 septiembre 2018): «¡Ante todo soy un investigador! Voy en busca de la verdad».

Pamplona, 3 de enero 2023.

Agradezco la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Pensar más y querer más

         Cuando me han preguntado si yo era filósofo, siempre he respondido que más bien soy un profesor de filosofía que me gusta pensar e invitar a los demás a pensar y a escribir. Dividiré mi breve presentación en tres secciones: 1) Pensar más; 2) Querer más; 3) Conclusión.

1. Pensar más

         En 1992, esto es, hace 30 años, tuve la suerte de estar todo el verano en la Universidad de Harvard como visiting scholar. Fue para mí una experiencia decisiva, pero lo que hoy quería contar es que uno de los días de aquel verano fui de exploración al MIT donde era profesor, entonces muy activo, Noam Chomsky. El MIT es una universidad de ingeniería y el Departamento de Lingüística y Filosofía ocupaba entonces un barracón de tipo militar. No encontré a Chomsky —era verano— aunque toqué con respeto la puerta de su despacho. El despacho de al lado era el de George Boolos (1940-1996), un famoso lógico matemático, y tomé nota de una cita de Charles S. Peirce que tenía pegada a la puerta en un papel mecanografiado: «The life of science is in the desire to learn» (CP 1.235, c.1902). Desde entonces puse ese texto en la puerta de mi despacho para animar a entrar a los estudiantes con ansias de aprender.

Estoy persuadido de que la filosofía no es —ni puede ser— un mero ejercicio académico, sino un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la práctica cotidiana, del vivir. En un mundo en que la vida diaria se encuentra a menudo alejada por completo del examen inteligente de uno mismo, una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos —tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna ¡y contemporánea!— es un lujo que no podemos permitirnos. Por ello, parafraseando a Charles Peguy (1873-1914), lo que defiendo siempre es que la filosofía debe volver a las clases de filosofía, esto es, que los problemas que se aborden en las aulas han de afectar a la vida real de los profesores y sus alumnos: este es probablemente el detonante de mi interés por el pragmatismo norteamericano.

La filosofía debe partir de las conversaciones reales de la gente, de sus diferentes opiniones acerca de los problemas humanos, y no de ideas ajenas a la vida y al pensamiento de profesores y alumnos. Como escribió C. S. Peirce, “no debemos empezar hablando de ideas puras —errantes pensamientos que vagan por las aceras públicas sin asiento humano— sino que debemos empezar por los hombres [y las mujeres] y sus conversaciones” (CP 8.112, c. 1900).

Quizás haya profesores excepcionalmente capaces para promover una discusión en clase que cubra los diferentes puntos de vista sobre un tema particular en un espacio de tiempo razonable, sin ninguna preparación específica por parte de los estudiantes. No es mi caso. Mi experiencia es que la conversación en el aula sin preparación es casi inútil. Para promover la no fácil actividad de pensar, debemos lograr que los estudiantes sientan un problema filosófico concreto, traten de entender las diferentes soluciones posibles e intenten concentrar su mente en ese tema durante varias horas de escritura personal. Este fue mi descubrimiento en el verano de 1996 en el maravilloso campus de la Universidad de Stanford cuando escribía mi libro El taller de la filosofía. Mi descubrimiento podía concentrarse en una sola frase: «escribir para pensar».  Quizá por esto, me he empeñado en que mis estudiantes escribieran y he utilizado como lema de mis clases de «Filosofía del lenguaje» la advertencia de Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas: «No quisiera con mi escrito ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios».

En mis cursos los estudiantes han tenido que escribir a lo largo del semestre cuatro o cinco ensayos breves (de 600 palabras) con su opinión sobre un tema determinado a partir de un texto común. Los entregan en un día fijo y en la siguiente clase devuelvo los ensayos corregidos. Cuatro o cinco alumnos —seleccionados de antemano— leen sus textos en voz alta y son discutidos libremente por toda la clase. Puedo decir que, de vez en cuando, hay alguna tarde que se produce «el milagro»: ¡Estamos haciendo filosofía! Me siento particularmente recompensado cuando la discusión que surgió en el aula continúa entre los estudiantes en los pasillos y en la cafetería al terminar la clase. Los estudiantes se marchan de esas sesiones persuadidos de que han aprendido algo mucho más valioso que la pasiva toma de apuntes de una magnífica lección magistral. El dicho de Dewey de «aprender haciendo» [«learning by doing«] me parece que ha de aplicarse, sobre todo, en la enseñanza de la filosofía.

La imagen popular de las clases de filosofía como un aburrido cementerio de teorías obsoletas puede revertirse si las clases se centran en problemas y en las respuestas que se han dado a esas cuestiones a lo largo de la historia. Un conocimiento profundo de la historia de un problema y de las respuestas logradas hasta el momento es el sello distintivo de la filosofía cuando está bien hecha. Hace falta un equilibrio inteligente entre la tradición y las acuciantes cuestiones actuales. Las viejas preguntas pueden iluminarse como si fueran del todo nuevas si se colocan en contraste con los avances de la ciencia o con problemas recientes de la sociedad. Cada vez que esto se logra la filosofía vuelve a comenzar con toda su frescura y atractivo.

Tuve la suerte de tratar bastante al profesor Leonardo Polo (1926-2013) al que acudía periódicamente a pedirle consejo sobre mi trabajo en filosofía. Precisamente fue él quien me sugirió que centrara mi atención en C. S. Peirce porque yo era muy pragmático; y así lo hice, dedicando al estudio de este importante autor norteamericano treinta años de mi vida. Pero lo que quería contar era otra cosa. En una ocasión en la que había encontrado serias dificultades para mi progreso académico y quizás estaba yo un tanto deprimido, fui a pedirle orientación y me dijo algo así: «Jaime, echa en saco roto todas esas consideraciones y estudia más». Y esta es para mí la enseñanza decisiva del profesor Leonardo Polo: «Siempre se puede pensar más». Viene a ser un trasunto de aquello tan conocido que escribe John de Salisbury en el siglo XII atribuyéndoselo a Bernardo de Chartres, «Somos enanos a hombros de gigantes», pero lo que se recuerda menos es lo que añade John de Salisbury y es que encaramándonos a sus hombros podremos —podréis vosotros— ver más lejos que los gigantes que nos han precedido. Siempre se puede pensar más.

2. Querer más

La pregunta sobre el papel de la razón en nuestras vidas y en nuestra civilización es probablemente la cuestión filosófica central que impregna los dos últimos siglos de la cultura y la filosofía occidental. Los filósofos, que —en expresión de Husserl— nos sentimos como «servidores de la humanidad», tenemos una gran responsabilidad sobre nuestros conciudadanos, como Sócrates con Atenas. Con nuestro trabajo no solo estamos transmitiendo el conocimiento filosófico a las nuevas generaciones, sino que estamos manteniendo viva la llama del pensamiento libre y riguroso, la llama de cómo ser humano en plenitud. De hecho, lo que enseñamos es realmente una forma de vida. Como afirmaba la profesora Ana Marta González glosando a Spaemann, lo racional es una forma de vida regida por la benevolencia, o con la feliz expresión de Gilson, “la vida intelectual es intelectual porque es conocimiento, pero es vida porque es amor”.

         En nuestra vida tenemos que integrar en un único campo de actividad los dos conceptos kantianos de la filosofía, como Schulbegriff (filosofía académica) y Weltbegriff (filosofía vital y mundana). Al igual que un campo magnético con dos polos, —lo aprendí de Hilary Putnam— tenemos que prestar atención, por un lado, a la erudición, a la publicación de trabajos en revistas especializadas; pero por otro, tenemos que escuchar los gritos de la humanidad doliente y tratar de ayudar con soluciones inteligentes, participando personalmente en los debates contemporáneos. Hay una tensión entre ambos polos, entre el pensamiento racional —racionalista quiero decir— y la vida, pero es precisamente esta tensión la que hace que salte la chispa que enciende y da luz y calor.

         En los años en que elaboré yo mi tesis doctoral entre 1977 y 1982 sentí vivamente la soledad del corredor de fondo en mi trabajo de investigación. Contaba con mi director, mi querido profesor y maestro Alejandro Llano, pero nada más, salvo el libro de Umberto Eco Cómo se hace una tesis. En agosto de 1994 con mis primeros doctorandos Sara Barrena, Jesús Daroca y Joan Fontrodona decidimos crear el Grupo de Estudios Peirceanos, básicamente para que los estudiantes de doctorado se sintieran apoyados en su empeño. Llamamos al fotógrafo (Manuel Castells) para que inmortalizara el momento, nos tomamos unas cervezas y elegimos como lema del Grupo las siguientes palabras de Peirce:

         «No llamo ciencia a los estudios solitarios de un hombre aislado. Solo cuando un grupo de hombres, más o menos en intercomunicación, se ayudan y se estimulan unos a otros al comprender un conjunto particular de estudios como ningún extraño podría comprenderlos, [solo entonces] llamo a su vida ciencia» (MS 1334, Adirondack Summer School Lectures, 1905).

         Así es; la imagen de quien se dedica a la filosofía como la de un pensador solitario es del todo equivocada: la investigación también en filosofía se desarrolla en comunidad, en una comunidad que se expande en el espacio y en el tiempo.

         Quienes cultivan el amor a la verdad cultivan también la amistad con los demás que buscan la sabiduría. Los filósofos no somos náufragos solitarios, sino solidarios, y por eso lo que más ayuda a quienes a veces sienten esa soledad es el prestarse atención unos a otros. Cuando logramos esa recíproca atención, “la ayuda que prestamos al otro es, al ser recibida y por serlo, un bien que el otro nos hace a nosotros mismos” —ha escrito mi querido amigo Rafael Tomás Caldera—. Una metáfora que ilustra bien esta relación comunicativa es la de esos hombres que, en algunas poblaciones de Catalunya, hombro con hombro, hacen unas maravillosas torres humanas: los castellers. Esa torre humana es un símbolo extraordinariamente expresivo del genuino trabajo en equipo porque la verdad se busca en comunidad.

         De mi amigo Jorge de Vicente, antiguo profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de Navarra, fallecido en diciembre del 2005 (y que me regaló esa metáfora), aprendí que defender la pluralidad de la razón no significa afirmar que todas las opiniones sean verdaderas —lo que además sería contradictorio—, sino más bien que ningún parecer agota la realidad, esto es, que una aproximación multilateral a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual. Las diversas descripciones que se ofrecen de las cosas, las diferentes soluciones que se proponen para un problema, reflejan de ordinario diferentes puntos de vista. No hay una única descripción verdadera, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales, que incluso a veces pueden ser complementarios, aunque a primera vista quizá pudieran parecer incompatibles.

         No todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero si han sido formuladas seriamente en todas ellas hay algo de lo que podemos aprender. No solo la razón de cada uno es camino de la verdad, sino que también las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían la propia comprensión. El empeño por aprender de los demás, de las opiniones diferentes a la nuestra, es para mí un punto importantísimo y que se encuentra ya en las enseñanzas de Tomás de Aquino: Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt (1 Dist 23 q 1, a 3).

         Hace unos pocos días leía algunos documentos relativos a la concesión del doctorado honoris causa a nuestro Gran Canciller Mons. Fernando Ocáriz en la Universidad polaca de Wroclaw el pasado 22 de junio y me impresionaba el discurso del obispo de Kalisz, antiguo alumno de esta Universidad, en el que decía del talante del Gran Canciller: «Cuando  considera distintos temas actuales, no mira tanto a sostener argumentos críticos, sino que procura encontrar la respuesta a esta pregunta: ¿Qué es lo que en esas diversas corrientes mueve el corazón de las personas? Y busca encontrar en ellas una posible apertura a la fe cristiana».

3. Conclusión

         Debo terminar ya y quiero hacerlo con tres breves frases un tanto lapidarias:

1º) Ansias de aprender.

2º) Pensar más y para ello lanzarse a escribir.

3º) Querer más y para ello empeñarse en escuchar a los demás y en aprender de ellos.

Pamplona, 11 de noviembre 2022.

Agradezco las correcciones de Ángel López-Amo y la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Pensamiento y vida

En mis conversaciones con estudiantes y colegas con alguna frecuencia suelo recordar algo aprendido de Hilary Putnam (1926-2016), mi maestro americano, uno de los más grandes filósofos de la segunda mitad del siglo XX. Putnam decía que la filosofía se había quedado atascada donde Kant (1724-1804) la dejó: en la articulación de racionalidad y sensibilidad, teoría y práctica, pensamiento y vida.

         La filosofía moderna privilegió la racionalidad, la teoría y el pensamiento. Frente a ella en los dos últimos siglos se desarrollaron los romanticismos, el vitalismo, el nihilismo y todos los movimientos que privilegian la expresión emocional y la vida por encima de la razón, que consideran fría e inhumana. El éxito de la tecnología y la aparente subordinación actual de los seres humanos a las máquinas puede ser entendida como la culminación de esta racionalidad sin alma.

         La tradición pragmatista, inaugurada por los norteamericanos Peirce, James y Dewey, aspira a superar esos dualismos, que dividen dramáticamente la vida humana, mediante una síntesis razonable y creativa que brote de la reflexión sobre la experiencia personal. Los pragmatistas, lejos de los grandes sistemas de cuño idealista, aspiran a reconstruir razonablemente la vida humana y la sociedad. John Dewey escribió en The Need of a Recovery in Philosophy que «la filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres». Con Hilary Putnam me gusta recordar «que los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres reales están conectados y que es parte de la tarea de una filosofía responsable lograr esa conexión». Este y no otro es para mí el papel de la filosofía.

         Por este motivo, me ha encantado un hermoso texto del escritor Azorín (1873-1967) en su «Confesión de un autor» (1905) que me ha pasado mi sabio amigo Víctor García Ruiz. Se trata de un pasaje en el que Azorín cita a William James, concretamente a su libro Los ideales de la vida, traducido al castellano en 1904 por el intelectual catalán Carlos M. Soldevila (Ed. Maucci, Barcelona). Copio el texto:

         «Si vosotros afirmáis que este pueblo es gris y paseáis por él con aire de superioridad abrumadora, yo os diré que la vulgaridad y la monotonía no están en el pueblo, sino en vosotros. «La vida merece siempre ser vivida, y todo consiste en tener la sensibilidad correspondiente —dice William James en su maravilloso libro Los ideales de la vida—; muchos de nosotros pertenecientes a las clases que a sí mismas se llaman cultas, nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito, y desdeñar lo ordinario. Estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería; y así es que mientras cultivamos esas funciones más elevadas, la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida»».

         Y añade Azorín unas líneas más abajo: «Hay ya una nueva belleza, un nuevo arte en lo pequeño, en los detalles insignificantes, en lo ordinario, en lo prosaico». Qué importante es descubrir el formidable valor de lo ordinario. En nuestros días tanto Stanley Cavell (1926-2018) como Charles Taylor (1931-  ) han prestado atención con un amplio dominio técnico a esta cuestión. En la tradición cristiana, en particular en las enseñanzas de san Josemaría, se encuentra también una luminosa defensa de la santificación de lo ordinario, que llegó a llamar con una audaz expresión «el materialismo cristiano». A cada uno le toca descubrir —venía a decir el fundador de mi Universidad en su homilía en el campus en octubre de 1967— ese algo divino que en los detalles ordinarios se encierra.

         Durante las tres últimas décadas en mis cursos de «Filosofía del lenguaje» he procurado presentar siempre a los filósofos que abordaba dando cuenta primero de su vida, de sus preocupaciones vitales, para mostrar que ahí es dónde nacían sus problemas e inquietudes filosóficas. No aspiraban a construir teorías, a elucubrar pensamientos originales, sino que querían ganar luz sobre las cuestiones que les interpelaban vitalmente. Pienso con los griegos que la filosofía es una forma de vida.

         Hace unas pocas semanas visité la Gemäldegalerie de Berlín donde pude ver un cuadro de Gioacchino Assereto (1600-1649) en el que pinta la conocida escena de Alejandro Magno con el filósofo Diógenes. Cuando fue a visitar el gran Alejandro con toda su pompa a Diógenes, que vivía en un barril a las afueras de Corinto, le dijo: «Pídeme lo que quieras». Según la leyenda, Diógenes solamente le respondió: «Apártate un poco porque me estás tapando el sol».

         Articular pensamiento y vida, pensar nuestra vida para poder llenarla de sentido y enseñar a los demás a hacerlo así. Esa es la tarea a la que aspiramos quienes nos dedicamos a la filosofía.

Pamplona, 1 de noviembre 2022.

Agradezco la corrección de Enrique García-Máiquez y la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Hablar del suicidio

El 10 de septiembre es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Ese mismo día terminé de leer el libro de Marc Caellas Notas de suicidio (La Uña Rota, Segovia, 2022) —que me había recomendado una antigua alumna— en el que se reúnen los textos de un buen número de literatos y artistas que decidieron terminar con su vida.

            El suicidio es un fenómeno transversal que nos afecta a todos, que nos interpela a todos: se da en todos los países, en todos los estratos sociales, entre personas religiosas y ateas, terroristas iluminados y personas que no han matado ni una mosca, viejos y jóvenes. Personas de toda condición —el triple de varones que de mujeres— deciden terminar con su vida y logran llevar a cabo su decisión.

            Es frecuente que en las familias se oculte, en la medida de lo posible, el suicidio del padre, de la madre, del hermano, del hijo, del pariente. Por supuesto, nunca se habla públicamente de ello: como si fuera un doloroso estigma que contamina a todos. Me parece muy comprensible esta ocultación, porque se trata de una conducta que, en última instancia, nos resulta del todo incomprensible. Evitamos lo que no comprendemos silenciándolo, no hablando sobre ello, hasta convertirlo quizás en un tabú.

            Coincidí hace algún tiempo en un tren con una psicóloga canadiense que me contó que —tal como le habían pedido reiteradamente sus padres— seis meses antes había ayudado a terminar con la vida de su padre aquejado de demencia senil, y unas semanas después había terminado con la vida de su madre, diagnosticada de Alzheimer, aunque esto estaba prohibido en su país. Venía a España —me decía— para ir a los Pirineos a reencontrar en las montañas la paz interior que aquellos acontecimientos le habían quitado. Me sorprendió su anónima sinceridad con un desconocido que reflejaba la necesidad que tenemos los seres humanos de contar a otros lo que hemos hecho.

            Suicidio, suicidio asistido, suicidio anunciado: conductas enigmáticas que debemos tratar de entender para poder conjurarlas. La medicina convencional no es capaz por ahora de disminuir el número creciente de suicidios que cada año arrojan las estadísticas en España y en Europa: se trata de más del doble que los fallecidos en accidentes de tráfico. «El año 2020 se cierra en España con 3.941 suicidios, una cifra jamás alcanzada desde que hay registros (1906)» (El Mundo, 12 noviembre 2021). Para mí lo peor es el fracaso sistemático de la terapia psiquiátrica. Al parecer, alrededor de un 80% de los que cometen suicidio están en tratamiento médico por depresión y son muchos los que sospechan que, al menos en algunos de estos casos, lo que consigue la medicación es activar al paciente deprimido lo suficiente para poder llevar a cabo el plan de suicidarse.

            Leí en un libro sobre esta materia que en la Inglaterra del siglo XVI se negaba el enterramiento a los suicidas y sus cuerpos quedaban expuestos atados a palos bien altos para que fueran devorados por las aves de rapiña y sirvieran así de público anuncio disuasorio para quienes estuvieran considerando la posibilidad de acabar con su vida. Además las posesiones de quienes morían así no podían ser transmitidas a los herederos legales, sino que eran confiscadas por el Estado. Con esos recursos se intentaba hacer socialmente indeseable el suicidio. Hoy en día no debemos emplear medios así, pero hay que hacer algo, hay que conseguir un plan de prevención nacional del suicidio siguiendo quizá las pautas de los países que se han adelantado a nosotros en esto.

            Además, me parece que nuestra tendencia a ocultar piadosamente los suicidios —tal vez para evitar que se contagie a otros— es poco pedagógica. Pienso que hay que aprender a hablar del suicidio para entender sus causas y poder ayudar mejor a quienes tienen pensamientos de autodestrucción y a quienes conviven con ellos para que puedan cuidarlos mejor. Se trata de personas que no pueden soportar más sufrimiento: les resulta absolutamente inaguantable y el suicidio se les presenta como la única vía de liberación.

            Por ello, se ha de mejorar la atención médica con un estudio más a fondo de las conductas suicidas. Me dice un médico amigo que desgraciadamente no siempre es posible saber retrospectivamente lo que ha pasado. En muchos casos no hay duda de que la persona tenía una enfermedad psiquiátrica grave que ha alterado su juicio, que el paciente era una persona enferma no responsable de sus acciones. En el otro extremo están los raros casos de personas que de modo totalmente racional y libre deciden que la muerte es mejor que vivir en algunas circunstancias particularmente onerosas. No se ha de juzgar a la persona suicida y hay que tener gran cariño y respeto a la familia, que casi nunca entiende lo que ha pasado.

            Algunos dicen ingenuamente que quien amenaza con suicidarse no lo hace nunca, pero muchas veces no es así. Quien fracasa en un intento de suicidio vuelve a intentarlo un tiempo después. Con frecuencia quienes acompañan al enfermo se han acostumbrado ya a sus anuncios y los consideran una mera expresión de un deseo ineficaz. Nunca hay que pasarlos por alto: hay que prodigar nuestro cariño con quienes quieren dimitir de la vida, pues en lo humano es lo único que puede ayudarles a mantener su vacilante decisión de vivir aquí.

            No estamos preparados para afrontar el suicidio. Me parece que hay que trabajar seriamente para un cambio de la percepción social en esta materia. La vida no es un derecho, sino una tarea, un deber: para mí el suicidio es siempre una debilidad, una cobardía, una renuncia al cariño de los demás. Debemos aprender a hablar del suicidio en todos los niveles, en la familia, en la escuela, en los planes de salud: solo así lo comprenderemos mejor. Nos va en ello la vida de algunas personas a las que queremos.

         

Pamplona, 10 de septiembre de 2022.

Agradezco las correcciones de Marial C., Ángel L., Rocío M., Marta P., Ana María R. y Gabriel Z., y la ayuda de Jacin L. con las ilustraciones.

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La democracia y el voto de los jueces

El escenario público estadounidense esperaba conmocionado desde hace meses una inminente resolución de la Corte Suprema que anulara la sentencia de Roe vs. Wade de 1973. Esta controvertida sentencia judicial de casi cincuenta años atrás venía a sostener que la Constitución de los Estados Unidos amparaba el derecho de cualquier mujer a terminar su embarazo en los tres primeros meses sin restricciones.

El pasado 3 de mayo una publicación filtró el borrador de la sentencia preparada por el juez Samuel Alito en el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization; finalmente, el 24 de junio se publicó la sentencia con seis votos concurrentes a favor y tres votos discrepantes. El texto, disponible en internet, ocupa un total de 213 páginas que merecen ser consultadas. Lo he leído con detenimiento y admiración, pues me ha impresionado mucho la complejidad del debate y la finura jurídica de la argumentación tanto de la mayoría como de los votos disidentes.

The Roberts Court, April 23, 2021 Seated from left to right: Justices Samuel A. Alito, Jr. and Clarence Thomas, Chief Justice John G. Roberts, Jr., and Justices Stephen G. Breyer and Sonia Sotomayor Standing from left to right: Justices Brett M. Kavanaugh, Elena Kagan, Neil M. Gorsuch, and Amy Coney Barrett. Photograph by Fred Schilling, Collection of the Supreme Court of the United States

La cuestión central es si la Constitución americana protege o no el derecho al aborto, tal como dictaminaron los jueces de la Corte Suprema en 1973 en el caso Roe vs. Wade y se ratificó en otra sentencia de 1992 (Planned Parenthood vs. Casey). Ahora, en cambio, los jueces determinan que ambas decisiones han de ser anuladas por carecer de fundamento constitucional y, por tanto, representar una intromisión en la política de la Corte Suprema: «La Constitución no confiere un derecho al aborto; Roe y Casey son anuladas; y la autoridad para regular el aborto se devuelve al pueblo y a sus representantes elegidos».

Me impacta hondamente la clara y simple afirmación de este resumen que encabeza la sentencia. Con ella, los jueces revierten una decisión tomada hace cincuenta años al sostener que el aborto no es un derecho contemplado en la Constitución. No están prohibiendo el aborto, sino que dicen que su regulación es una cuestión política, no judicial, y que esa regulación corresponde al pueblo y a los representantes elegidos por el pueblo, y no a los jueces.

De hecho, la aplicación de la sentencia del pasado 24 de junio ha posibilitado que entrara en vigor la prohibición del aborto en ocho Estados que tenían suspendida su legislación sobre esta materia: Alabama, Arkansas, Mississippi, Missouri, Oklahoma, South Dakota, Texas y Wisconsin. El New York Times que sigue con gran atención —y a mi juicio con bastante parcialidad— este proceso prevé que en las próximas semanas se multiplicarán las prohibiciones o restricciones para el aborto en muchos otros Estados.

La rotundidad de la sentencia y su enorme calado democrático llaman la atención. El fondo jurídico del debate es de una complejidad notable, porque la decisión de Roe vs. Wade se basaba en la libertad y en la privacidad, en el derecho de las mujeres a tomar decisiones sobre su embarazo. La lectura de la sentencia y de los votos disidentes, que incluyen un análisis cuidadoso de la historia del debate y de las razones en favor y en contra, llevan a pensar que lo ideal habría sido una sentencia unánime de los nueve jueces. Sin embargo, tal como ya detectó en After Virtue el filósofo Alasdair MacIntyre, «no parece existir una forma racional para resolver las disputas morales». Al final, la forma más razonable de resolver una disputa moral como la planteada en este caso no es otra que la de escuchar con atención y rigor el parecer de todos, votar en igualdad de condiciones y asumir la decisión de la mayoría.

Esta convicción está en la entraña de la sociedad norteamericana desde la sangrienta experiencia de su Guerra Civil (1861-65) de la que —tal como sugirió Louis Menand— brota en buena medida su pragmatismo. Se trata de la convicción de que hay que resolver los conflictos morales mediante la discusión racional, sin violencia de ningún tipo, y si no es posible llegar a un acuerdo, en última instancia, votando.

Pamplona, 7 de agosto 2022. Publicado originalmente en La Gaceta Literaria, Tucumán, Argentina.

Agradezco las correcciones de Fernando B., Ricardo J., Jorge L.,  y la ayuda de Jacin L. con las ilustraciones.

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Mentira e intolerancia: decir la verdad

En mi reciente viaje a Argentina en el mes de mayo tuve un amable encuentro con Daniel Dessein, editor de La Gaceta Literaria de Tucumán. Poco después, me pidió una colaboración sobre la crisis de la verdad y la intolerancia en el debate público. Ha aparecido el 17 de julio con una sugestiva ilustración. Lo reproduzco en este post pues quizás a alguno puede interesar.

Se dice a veces que hoy en día la verdad está en crisis, mientras que —me parece a mí— lo que realmente pasa es que abundan los políticos que mienten sistemáticamente. Hace unos pocos meses asistí a la defensa de una interesantísima tesis doctoral cuya autora mostraba el formidable efecto que la escritura narrativa puede tener en adolescentes en riesgo de exclusión. En la amable comida que siguió a la defensa tuve ocasión de preguntar a una profesora inglesa de comunicación política —que formaba parte del tribunal— su opinión acerca de Boris Johnson. Me contestó de inmediato y con una rotundidad inesperada: «¡Es un mentiroso!». De hecho, pocas semanas después, Johnson tendría que superar una cuestión de confianza en el Parlamento británico precisamente por ese motivo.

Lamentablemente, buena parte de los ciudadanos franceses o españoles vienen a decir lo mismo de sus gobernantes: «Tenemos unos políticos que mienten» es el comentario habitual de la mayoría. Al parecer, ya Maquiavelo en El príncipe (1513) recomendaba al gobernante el uso de la mentira cuando le fuera conveniente. Quinientos años después los políticos de tantos países —sean de derechas o de izquierdas, liberales o populistas— ganan las elecciones haciendo promesas que saben que no van a cumplir o incluso en algunos casos mintiendo descaradamente.

Quizás una diferencia notable entre los tiempos de Maquiavelo y el nuestro sea la generalización de los celulares y de internet que ha hecho que las mentiras de los políticos tengan casi siempre —como suele decirse— un recorrido muy corto. Es bastante fácil comprobar la distancia que media entre las palabras de quienes ocupan el espacio público de un país y su vida privada. No debo poner ejemplos. Solo me permitiré evocar una conversación de hace muchos años con el alcalde de mi ciudad en la que él me estaba mintiendo y, a pesar de advertir que yo me daba cuenta de que me mentía, prosiguió imperturbable con un discurso lleno de falsedades. Recuerdo que a partir de aquel día decidí mantenerme bien alejado de los políticos.

Quienes mienten piensan con toda probabilidad que los demás también mienten y por eso son de ordinario intolerantes con quienes se expresan de manera distinta a la de ellos. Por ese motivo, no se detienen a escuchar las opiniones de los demás, pues realmente no les interesan, ya que están persuadidos de que no pueden aprender o sacar ningún partido de las opiniones discrepantes. Por ejemplo, es frecuente que algunos gobernantes, incluso en países democráticos, a menudo no acepten preguntas en las ruedas de prensa o, si las aceptan, no contesten realmente a las preguntas. Por eso, a veces el espacio público parece en muchos países un gran guiñol en el que tanto el gobierno como la oposición representan sus papeles, pero en el que nadie se atreve realmente a decir la verdad. Algo parecido viene a ocurrir en muchas tertulias en los medios de comunicación.

Por el contrario, quienes aspiran a decir la verdad son siempre tolerantes con las opiniones de los demás, porque están convencidos de que en todos los pareceres hay algo valioso, algo de lo que podemos aprender. Esto es importantísimo. La mejor enseñanza de la filosofía es la convicción de que en cada esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso, pues todas las opiniones formuladas seriamente dicen en algún sentido algo verdadero y son por tanto merecedoras de nuestra atención. Como el poeta Salinas pone en boca del labriego castellano: «Todo lo sabemos entre todos».

Se cuenta que cuando el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn (1918-2008) se planteó qué podía hacer frente a la dictadura comunista, se propuso no decir nunca una mentira. Con aquella actitud Solzhenitsyn acabó siendo una de las piezas clave que derrumbó la Unión Soviética. A mí me gustaría hacer siempre algo así con lo que escribo. Con palabras del poeta cubano, reprimido por el régimen castrista, Heberto Padilla (Fuera del juego, 1969):

Di la verdad.

Di, al menos tu verdad.

Y después

deja que cualquier cosa ocurra.

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* Publicado en La Gaceta Literaria, Tucumán, Argentina, 17 de julio 2022. Agradezco las correcciones de Julián Montaño y la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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En busca de la belleza

La semana pasada estuve en Madrid y pude reunirme un rato con mi buen amigo Juan Pablo Serra, profesor de la Universidad Francisco de Vitoria. En nuestro breve encuentro, Juan Pablo me regaló un ejemplar del libro de Holly Ordway «Dios no va conmigo», publicado por la propia  Universidad. Me dijo al entregármelo: «Te gustará». Aproveché el viaje de vuelta para leerlo y lo he terminado en mis primeros días de vacaciones en el Pirineo aragonés.

Efectivamente el libro me ha gustado. Se trata de una historia de conversión de una académica atea, experta en literatura inglesa y en la narrativa de Tolkien. En «Dios no va conmigo» cuenta su fascinante viaje hasta la fe católica a lo largo de una década, bajo la influencia de algunos grandes autores literarios (G. K. Chesterton, George Herbert, Gerard Manley Hopkins, C. S. Lewis y, por supuesto, J. R. R. Tolkien), y de su entrenador de esgrima. Ordway es profesora de escritura y el libro está realmente muy bien escrito: es estupendo que se haya traducido al castellano.

En lo que querría fijarme ahora es en la cita de los últimos versos del poema de John Keats «Oda a una urna griega» de 1820, que recoge la autora en la página 58 de su libro. Esos dos versos dicen lo siguiente:

“Beauty is truth, truth beauty,—that is all

Ye know on earth, and all ye need to know.”

Lo que traducido al castellano podría quedar así:

“La belleza es la verdad, la verdad belleza;

esto es todo lo que sabes de la tierra,

y todo lo que necesitas saber”.

Había leído en alguna otra ocasión ese poema del poeta romántico Keats en el que contrasta la mortalidad de los seres humanos y la fugacidad de nuestras ocupaciones diarias con la eternidad del arte representado por una hermosa urna griega. Realmente nunca había prestado atención a estos versos finales en los que la urna nos dice que todo lo que es preciso saber en esta vida es que la belleza es la verdad y la verdad belleza. Ordway comenta: «La belleza: la había admirado, la había apreciado, me había conmovido, pero hasta entonces no había pensado profundamente sobre el motivo de que respondiese tal y como lo hacía yo. Algo había cambiado. Sentía cómo crepitaba la energía en los versos de los poemas, una electricidad de sentido que bebía de una fuente que estaba fuera de mi alcance, y empecé a preguntarme qué fuente era esa».

Esta experiencia de Holly Ordway es la misma que hoy en día sienten muchos al contemplar las obras de arte. Viene ahora a mi memoria una fugaz visita a Berlín hace un par de años cuando tuve ocasión de recorrer el Pergamon Museum: estaba en obras de renovación, pero cuando entré en la sala que alberga la puerta del mercado romano de Mileto se me saltaron las lágrimas de emoción. Una inmensa puerta de 17 metros de altura con toda la fachada del mercado maravillosamente restaurada.

La belleza nos lleva siempre a algo que está por encima de nosotros, que nos saca de nosotros mismos y nos supera. Al menos esa es mi sensación ante muchas hermosas obras de arte. Y también —y es aquí adonde quería llegar— tengo la misma sensación en mis vacaciones en lo alto del Pirineo al contemplar en mis paseos las imponentes montañas, las rocas escarpadas, los desfiladeros, los riachuelos, las sencillas flores y los pajarillos. Al contemplar tanta belleza venía ayer tarde a mi memoria la sabia anotación de san Agustín en las Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera».

Astún, Pirineo de Huesca, 26 de junio 2022.

Agradezco las correcciones de Teresa E. y Rocío M. y la ayuda de Jacin L. con las ilustraciones.

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Estamos despegando

«Taking off is imminent» es lo que suele decir en voz no muy alta el piloto a la tripulación cuando el avión emboca la pista de despegue. Con esta expresión avisa a los tripulantes de cabina de que el despegue es inminente y que, por tanto, deben ocupar los asientos establecidos.

Yo estoy ya cerca de los 70 años y como filósofo siempre me ha interesado analizar y dar vueltas a lo que pasa. En este ya no corto espacio de tiempo me parece que no ha habido realmente muchos cambios decisivos. Para mí los cambios han sido básicamente dos: el primero, la caída del muro de Berlín como signo del agotamiento del imperio comunista y el segundo la universalización del teléfono móvil como muestra emblemática de la tecnología y la globalización. Aunque haya caído el comunismo, no han triunfado la democracia y la paz, sino más bien el imperio del espectáculo y el consumismo tecnológico individualista. Es verdad que en estos 70 años han caído y ascendido gobernantes, regímenes, empresas y proyectos, pero no me parece que estos cambios hayan sido realmente esenciales, sino más bien el natural desarrollo de procesos de larga duración.

Sin embargo, hay señales de que algo más profundo está comenzando a cambiar en el mundo. Al menos esa es mi impresión. Es un tanto vago, las señales son tenues, como pasa cada día con el amanecer, pero allí están y muchos comienzan a advertirlas: van desde las manifestaciones en tantas ciudades europeas contra la obligatoriedad de las medidas sanitarias hasta los ensayos de mis alumnos de 4º de carrera diciendo que están hartos de pornografía, de sexo casual y de todas esas cosas y que lo que quieren es amor, ternura y compromiso. Otras muestras son, por supuesto, el proceso imparable de educación de las mujeres a escala global y de su irrupción en el espacio público, la creciente conciencia ambiental, la revalorización de la amistad o el descubrimiento de la importancia de la familia y de los cuidados mutuos que nos ha mostrado la pandemia.

Grandmother mature woman in a respiratory mask communicates with her grandchild through a window. Elderly quarantined, isolated. Coronavirus covid-19. Caring with older people. Family values, love

Cuando los ciudadanos de mi país —y de tantos otros— se quejan de que sus políticos les mienten casi sistemáticamente, lo que están diciendo es que quieren líderes que digan la verdad, que sean razonables, que hablen con claridad y no traten a sus ciudadanos como a menores de edad.

Me parece que se avecina un nuevo tiempo. En él serán palabras clave la libertad, la verdad, el amor, pero quizás en particular otras tres expresiones: la responsabilidad personal, la belleza compartida y el cariño o ternura afectuosa.

Esos signos tenues —que probablemente muchos no advertirán aturdidos quizá por sus dispositivos electrónicos— me parece que son el anuncio de que nuestro mundo está despegando.

Volando de Buenos Aires a Tucumán, Argentina, 10 de mayo 2022.

Agradezco las correcciones de María Rosa E. y la ayuda de Jacin L. con las ilustraciones.

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