Pararse a pensar

         Como no me fue posible en los días finales de diciembre de 2023, he aprovechado los días anteriores a la Semana Santa para hacer una pausa prolongada en un lugar amable, con un jardín encantador, solo turbado por el rumor lejano de la autopista y la algarabía chillona de loros y cotorras que hacen sus nidos en las palmeras. Aunque el día 21 comenzó oficialmente la primavera, en Cataluña todavía hay muchos árboles que no se atreven a mostrar sus primeras hojas, quizá por la grave sequía que venimos padeciendo.

         Venía a mi memoria esta tarde, sentado en un banquito, contemplando el mar a lo lejos, aquella frase atribuida a Catón el Viejo (239-149 antes de Cristo): «Numquam minus solum esse quam cum solus esset«, es decir, nunca estoy menos solo que cuando estoy solo. Lo recordaba Hannah Arendt al final de su libro «La condición humana» (1958) para ilustrar que pensar es una actividad que forma parte esencial de una vida activa. Lo que quiero destacar, además, es que pensar es una actividad que requiere tiempo, que requiere atención, que a menudo requiere escritura. Nadie, ni siquiera ChatGPT, puede pensar por nosotros.

         Sin duda, un entorno sereno, sin interrupciones, ayuda a pensar, mejor dicho, a concentrar la atención en el problema o la cuestión que en cada caso nos ocupe. Pero además hay que dedicar tiempo a darle vueltas a las cosas para verlas desde ángulos distintos. Hay que atreverse a pensar, a explorar sin miedo las razones que avalan las diferentes opiniones. Quien se lanza a pensar no es nunca un relativista, no piensa que todas las opiniones valgan lo mismo y le gusta sopesarlas porque busca la verdad. «Es la verdad la que encarga la tarea; y la inteligencia —escribió Leonardo Polo— se pone en marcha con el encargo de articular el vivir de acuerdo con la verdad».

         Me ha impresionado una reciente entrevista con el profesor Larry Summers que he podido leer en «Arts & Letters Daily» (8 marzo 2024) a propósito de los acontecimientos de los últimos meses en Harvard que desembocaron en la dimisión de la rectora Claudine Gay. Summers había sido secretario del Tesoro con Clinton (1999-2001) y controvertido presidente de Harvard entre los años 2001-06. Lo que me ha impresionado de la entrevista es que Summers sostiene que la política universitaria norteamericana que pone hoy en día por encima de todo el valor de la diversidad, la inclusión y el respeto a las diferentes perspectivas subjetivas, si se lleva hasta el extremo, destruye la misión de la universidad.

         Quizá merece la pena explicar esto un poco más despacio. Podría quizá formularse así: si en una universidad todas las opiniones valen lo mismo, entonces ninguna vale nada; «si todos los puntos de vista son igualmente buenos, —afirma Summers— el concepto de verdad se torna arbitrario». En el corazón de la universidad está el amor a la verdad, que figura bien visible en el sello de Harvard (VE-RI-TAS). Precisamente la universidad es un espacio de diálogo porque estamos persuadidos de que mediante el estudio de los problemas, la atención a los datos de la experiencia y la escucha de los demás, los seres humanos somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro, de descubrir la verdad, aunque nuestro conocimiento tenga casi siempre un carácter provisional.

         La tarea de pensar puede parecer excesiva o incluso penosa, pero no es así, o al menos no es así siempre. No es algo que nos supere, sino que en cuanto uno se mete, engancha, hace crecer en hondura y en capacidad de saborear: «Todos los hombres por naturaleza anhelan saber», escribió Aristóteles en el arranque de la Metafísica. Lo que sí que hay que tener es paciencia, pues pensar es una tarea que requiere tiempo.  Como anotó Wittgenstein, «en filosofía el ganador de la carrera es aquel que sabe correr más lentamente; o aquel que llega allí el último». El peligro para el pensamiento es siempre la precipitación, el sacar conclusiones demasiado deprisa.

         Por eso me parece importante pararse a pensar, porque no se puede pensar deprisa.

Premiá de Dalt, 24 de marzo 2024.

Agradezco las correcciones de Rafael Tomás Caldera y María Rosa Espot, y la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Sexo y amor

Me impresionó escuchar hace unos pocos días el fino diagnóstico del profesor universitario Juan Luis Palos sobre la hipersexualización de nuestra sociedad. Decía el historiador en su charla que la omnipresencia del sexo en nuestra cultura —en los medios de comunicación, en la publicidad, el cine, la televisión, etc.— tiene su raíz en la falta de amor, en que realmente los seres humanos no nos queremos unos a otros. Me sorprendió el diagnóstico, pues nunca lo había pensado así.

         Al día siguiente leía en una entrevista al profesor Leonardo Polo —hecha por el periodista Salvador Bernal en los años sesenta y que acaba de ver la luz en el volumen XXXVI de sus Obras completas— que el pecado del capitalismo ha sido un «pecado contra la fraternidad», la gran olvidada de la revolución democrática (La dignidad humana ante el futuro y otras entrevistas, Eunsa, 2023, p. 24). Mientras los ideales de libertad y justicia se han hecho realidad aun con luces y sombras en muchos países, la fraternidad entre las personas y los pueblos —como suele decirse— brilla por su ausencia.

         Me pareció que Polo acertaba con una lucidez meridiana y me resultó evidente la relación entre la audaz tesis del historiador y esta otra del sabio filósofo. Es obvio que si el sexo consiste en el consumo egoísta del placer carnal, la hipersexualización de nuestra sociedad occidental, supuestamente avanzada, vendría a ser una consecuencia directa del opresivo dominio del capitalismo consumista. Algo así se reflejaba ya en la clásica novela de Aldous Huxley Un mundo feliz (1932) con el soma que anestesiaba a los ciudadanos con el placer, anulando su pensamiento propio y su voluntad personal.

         En mis cursos de «Claves del pensamiento actual», uno de los temas sobre los que invitaba a mis alumnos a escribir era precisamente este del sexo y el amor. Viene a mi memoria ahora el valiente ensayo que preparó un valioso estudiante de 4º año de Comunicación Audiovisual. Después de contar que llevaba 10 o 12 años consumiendo pornografía, añadía: «Nosotros —se refería a él y a los de su generación— estamos hartos de pornografía, de sexo casual, poliamor y todas esas mierdas; lo que queremos es amor, ternura, compromiso, implicación». Me impresionó mucho su afirmación tan radical. Y leyó aquel ensayo en clase junto con los de otros estudiantes que decían cosas parecidas. No se trataba de adolescentes, sino de jóvenes de 22 o 23 años que terminaban su carrera e iniciaban su vida profesional: lo que venían a decir es que querían encontrar una pareja que les quisiera y a la que querer, con la que poder hacer una vida y llegar quizás a construir una familia.

         Nuestros jóvenes de hoy saben mucho de sexo y muy poco del amor y la amistad. Aunque a menudo no sepan expresarlo bien, lo que anhelan es aprender a amar, descubrir el amor, y eso es precisamente lo que el sexo por sí solo no puede dar. No es que el amor sea el consuelo de los pobres, de los ingenuos o los reprimidos, sino que más bien el egoísmo, el egocentrismo, al saturar el propio yo, torna incapaz a la persona de abrirse y querer a los demás. Esto es lo que les pasa a los consumidores de pornografía o en general a las víctimas de adicciones, sean las drogas, el alcohol o lo que fuera. La absolutización del egoísta placer individual es un símbolo muy adecuado para aquella caracterización del profesor Leonardo Polo del pecado contra la fraternidad, contra el amor, como el pecado del capitalismo, que aparece de modo tan manifiesto en nuestra sociedad.

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         Reducir el amor al placer sexual es simplemente una estafa, un error antropológico. «No hay nada más viejo y gastado que el placer» escribió Tolstoi en ¿Qué es el arte? (Eunsa, 2007, p. 87). En contraste, el verdadero amor tiene siempre el maravilloso encanto de la novedad. Lo que las personas anhelamos, sobre todo, es el que nos quieran —el sentirnos queridos— y el querer nosotros. Eso es lo que nos hace felices.

Barcelona, 3 de marzo 2024.

Agradezco las correcciones y sugerencias de Jorge Lavandero y Rocío Montuenga, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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El sentido de la vida

         Una de las principales cuestiones que aflige a muchas personas es la del sentido de su vida. Es una cuestión que se plantea sobre todo en la madurez cuando las ilusiones de la juventud quizá se han agostado y sobre todo cuando la realidad vital tanto en el ámbito familiar como en el desarrollo profesional y social es experimentada a menudo como un fracaso. Son muchos los libros antiguos y modernos que intentan afrontar esta cuestión: desde los más ilustres filósofos hasta los más sencillos libros de autoayuda tratan de responder a la pregunta decisiva que ha preocupado a todos —al menos desde Sócrates— que es la de cómo vivir, esto es, qué clase de vida llevar.

         Hace unos días terminaba de leer el valioso libro de Emily Esfahany Smith «El arte de cultivar una vida con sentido» (Urano, Barcelona, 2017) en el que se encuentra el germen de esta reflexión.  Se trata de una psicóloga y escritora de tradición familiar iraní, aunque asentada en los Estados Unidos. Venía a mi cabeza, como en contraste, que quienes somos cristianos podemos encontrar la raíz del sentido de nuestra vida en el trato personal con Dios y en el servicio desinteresado a los demás. Más aún, las personas que han respondido generosamente a una llamada vocacional están particularmente capacitadas para dotar de un sentido de misión a toda su actividad y para ayudar a otros a descubrir el sentido de su vida.

         Sin embargo, estas personas —como todos los demás— pueden también sentir en ocasiones la angustia de la soledad o el peso del aburrimiento. Como suelo decir con frecuencia, si nos descubrimos solos o aburridos es que algo dentro de nosotros mismos no está bien: quizás hemos renunciado a querer a los demás o no cultivamos nuestra vida intelectual. En ambas líneas —ensanchamiento del corazón y enriquecimiento de la cabeza— siempre se está a tiempo de recomenzar y esto da una gran esperanza.

         En mis charlas con todo tipo de audiencias aspiro a presentar algunas claves para el desarrollo de la vida intelectual (pensar, leer, escribir) y también para abrirse generosamente a los demás mediante el cultivo de la amistad y del cuidado de las personas a nuestro lado. Solo de esta forma quienes me escuchan —de ordinario jóvenes— podrán liderar los cambios que la sociedad actual necesita y así colaborar decididamente en la solución de los problemas tan acuciantes con los que nos encontramos.

         El mundo en el que vivimos tiende a descartar el discurso religioso quizá sencillamente porque no lo entiende. Los términos clásicos de «gracia», «pecado», «redención», «santificación» y tantos otros simplemente no se comprenden y por eso se rechazan. Esto tiene que llevar también a tratar de articular un discurso inteligible para la gente de hoy, quizás en especial poniendo ante sus ojos el atractivo ejemplo de Jesús que sigue siendo capaz de iluminar y llenar la vida de jóvenes y mayores. 

         Además, la cultura contemporánea en todas sus manifestaciones está ansiosa de belleza y los cristianos sabemos que la Belleza —como el Amor o la Verdad— es también otro nombre de Dios. Me impresionó la afirmación de Amedeo Cencini: «Sin belleza, la verdad es muda». Las personas que anhelan vivir cerca de Dios han de procurar buscar y descubrir la belleza en su cotidianeidad y así intentar convertir su propia vida en una obra de arte, del mejor arte del que cada uno, con la ayuda de la gracia, sea capaz.

         Escribía hace unos pocos días un lector del New York Times comentando un artículo de final de año del conocido escritor Roger Rosenblatt: «Cuanto menos pienso en mí mismo, más soy yo mismo». Como anotó san Josemaría: «Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría» (Forja, 591). Una vida feliz es una vida cerca de Dios y, por tanto, volcada desinteresadamente en los demás: la mejor señal de que esto es así es la sonrisa permanente y el buen humor.

Barcelona, 25 de enero 2024

Agradezco las correcciones de Javier Laspalas y Rocío Montuenga, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Pluralismo: los ciegos y el elefante

El pasado 12 de diciembre impartí una conferencia sobre «¿Hay una verdad objetiva? Claves para una vida llena de sentido» en la III Jornada de la ACEB (Asociación Catalana de Estudios Bioéticos). Frente al relativismo en boga, en mi intervención defendí el pluralismo, esto es, el que una aproximación multilateral a los problemas resulta de ordinario muchísimo más eficaz para alcanzar la verdad. Así se desarrolla la ciencia y así crece nuestro conocimiento. No somos los dueños de la verdad, sino más bien es la verdad la que se adueña de nosotros.

         Al final se me acercó el Dr. Manel Cusí, viejo amigo de mis años universitarios, y me dijo que lo que había defendido en mi intervención era lo del elefante y los ciegos. Me conmovió el comentario y le di un abrazo porque comprobé que al menos aquel médico veterano había entendido mi mensaje. Su sugerencia de que mi exposición podría ser mucho más clara si recordaba aquella venerable narración india me pareció muy acertada. Merece la pena recordar esta historia, originaria al parecer del sijismo indio, pero que se encuentra también en otras tradiciones en versiones más o menos parecidas:

         Un grupo de ciegos oyó que un extraño animal llamado «elefante» había llegado al pueblo, pero ninguno de ellos conocía su figura y su forma. Por curiosidad, dijeron: «Hay que inspeccionarlo y conocerlo al tacto, que es de lo que somos capaces». Entonces, fueron a buscarlo y cuando lo encontraron, lo palparon. La primera persona, cuya mano se posó en la trompa, dijo: «Es como una gruesa serpiente «. El segundo, que tocó la oreja, dijo que parecía una especie de abanico. El tercero, que tocó la pata, dijo: «El elefante es un pilar como el tronco de un árbol». El ciego que puso la mano en su costado dijo que el elefante «es una pared». El quinto, que palpó la cola, lo describió como una cuerda. El último palpó el colmillo e indicó que el elefante es duro y liso como una lanza.

         Los seis ciegos, al palpar con sus manos al elefante, reciben impresiones muy diferentes y se hacen ideas muy diversas de aquel extraño animal. Lo que no añade la historia es si los ciegos se prestaron atención unos a otros o más bien se pelearon. Si realmente se hubieran escuchado —si hubieran intentado articular comunitariamente sus experiencias— podrían haber llegado quizás a componer entre todos un mosaico que se aproximaría a la realidad del elefante mucho más que la imagen particular de cada uno.

         A mi viejo profesor Mariano Artigas, físico y filósofo, le gustaba hablar de la verdad parcial; esto es, del hecho de que no conozcamos toda la verdad, no se sigue que todo nuestro conocimiento sea engañoso. Nuestro conocimiento siempre es parcial y puede casi siempre ser complementado, corregido y mejorado con la escucha de los demás. Esta actitud supone una concepción de la investigación que busca encontrar las razones de la verdad en la confrontación de las opiniones opuestas, sabedores con la mejor tradición de que todos los pareceres formulados seriamente, en cierto sentido, dicen algo verdadero.

          Con Hilary Putnam —y con una gran tradición de pensadores antes que él— me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los seres humanos han conquistado laboriosamente mediante su pensar, son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos citando al historiador romano Aulo Gelio (125-175). Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestra libre actividad, de lo que cada uno contribuyamos personalmente al crecimiento de la humanidad, al desarrollo y expansión de la verdad.

         La verdad con minúscula, las verdades de la medicina, las ciencias o los saberes particulares, no han sido descubiertas de una vez por todas, sino que se trata de un cuerpo vivo que crece y que está abierto a la contribución de todos. Con el dicho medieval, somos enanos a hombros de gigantes, pero también —como decía con fuerza el humanista Juan Luis Vives rectificando a Juan de Salisbury— «ni somos enanos, ni fueron ellos gigantes, sino que todos tenemos la misma estatura». En esta expresión del Renacimiento humanista se refleja bien el estilo democrático, pluralista, que se encuentra también en el centro de la aproximación pragmatista más reciente, anclada en la convicción de que en cada genuino esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana es el saber acumulativo construido entre todos mediante una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos.

         La realidad es el elefante y nosotros somos parecidos a los ciegos. Si dispusiéramos de todo el tiempo y de todas las evidencias necesarias, la verdad —como sostenía Charles S. Peirce— sería aquella opinión a la que finalmente llegaríamos todos, porque no es la verdad el fruto del consenso, sino que más bien es el consenso el fruto de la verdad.

Barcelona, 20 de diciembre de 2023.

Agradezco las correcciones y sugerencias de María Rosa Espot y Claudia Ruiz Arriola, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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El cultivo de los hábitos

En un reciente viaje a México impartí un curso para empresarios en el IPADE de Monterrey. Dos de los asistentes me recomendaron el libro de James Clear «Hábitos atómicos» que no conocía. Al parecer ha tenido un gran éxito comercial: la edición castellana —que adquirí a mi regreso a Barcelona— se anuncia como la 26ª.

         Voy avanzando despacio en su lectura y me parece que se trata de un inteligente tratado, anclado en la experiencia del autor y en los resultados de las más recientes investigaciones en psicología, sobre cómo adquirir hábitos. Por supuesto, el tema de los hábitos es un tema clásico, ya abordado por Aristóteles hace dos mil trescientos años, pero que aquí está planteado con frescura y de un modo muy atractivo. Al menos en castellano sorprende el adjetivo «atómicos» del título. Con ello Clear quiere referirse a los hábitos que parecen pequeños, pero que tienen «energía atómica», esto es, que son capaces de transformar por entero el estilo de vida. Por eso el subtítulo dice «Cambios pequeños, resultados extraordinarios» y en la cubierta se añade: «Un método sencillo y comprobado para construir hábitos buenos y desterrar los malos».

         Estoy leyendo el libro y me gusta, quizá porque en buena medida coincide con lo que vengo haciendo —y enseñando a mis estudiantes— desde hace muchos años. Recomiendo su lectura pues puede ayudar mucho para concretar la formulación de propósitos y lograr que sean eficaces. Hay dos claves iniciales muy importantes (p. 98): la primera es vincular los propósitos —lo que uno quiere hacer— a un horario y a un espacio precisos («Saldré a correr dando siete vueltas a la manzana a las 7 de la mañana antes de ducharme» o «Haré 15 minutos de meditación a las 8 de la mañana en mi sillón antes de ir al trabajo»); la segunda es la de acumular hábitos («Al llegar al trabajo a las 9 saludaré con una sonrisa a los colegas con los que me encuentre» o «Al llegar a casa por la tarde me pondré la ropa deportiva y saldré a correr antes de sentarme a descansar»). Me parece que este libro puede ayudar mucho a aquellos que quieran mejorar su estilo de vida.

         En el curso que impartí en Monterrey recomendaba a los asistentes tener un horario realista, flexible y claro, y un calendario que incluya semanalmente, además de las horas de trabajo, la dedicación a las personas de la familia, el deporte y la diversión, procurando dedicar días a cosas. Esto último significa en vez de hacer de todo todos los días, intentar concentrar cada día la atención al menos en una cosa. Explicaba a mi audiencia que hay personas que se programan horarios y calendarios de trabajo que saben de antemano que son incapaces de cumplir, con lo que no hacen sino incrementar su sentido de culpa. No sirve para nada hacerse un calendario utópico; lo que se necesita es un plan realista y factible que impida distraerse en cuestiones colaterales.

         Es una experiencia común el error de planificación en el que incurren tantos profesores universitarios el viernes por la tarde cuando llenan su cartera de papeles y trabajos para hacer durante el fin de semana, con el resultado habitual de que el lunes devuelven la cartera prácticamente igual que se la llevaron. Lo sorprendente es que estas personas que tan mal calibran su capacidad de trabajar un fin de semana tras otro aciertan en la mayor parte de los casos cuando se les pide que evalúen el tiempo que le llevará a un colega hacer un determinado trabajo (Buehler et al, «Exploring ‘The Planning Fallacy’).

         Recuerdo que hace unos años escribí un post con el título “Si quieres ser más feliz, haz listas”. Allí decía que a muchas personas ya la propia palabra «listas» les pone nerviosas: les parece rigidez y falta de flexibilidad; algo así como encorsetar su creatividad. Sin embargo, en realidad se trata de un recurso utilísimo para llegar a ser los dueños efectivos de nuestra jornada, para llevar las riendas de nuestra actividad. Al realizar lo que hemos previsto en nuestro horario nos hacemos señores de nosotros mismos, porque no nos hemos dejado arrastrar por la comodidad o por el capricho momentáneo.

         Las listas potencian la creatividad, porque permiten hacer más cosas, en lugar de andar siempre dedicando el tiempo a remediar nuestros olvidos. Por supuesto, es preciso aprender a improvisar, a interrumpir nuestra relación de tareas para poder prestar atención a quien está a nuestro lado y lo necesita. Sin embargo, tener ese orden favorece también la serenidad interior que los demás esperan encontrar en nosotros.

         Finalmente, mi último consejo es hacer una cosa detrás de otra, poniendo toda nuestra atención en aquella que tenemos entre manos, y si no tenemos tiempo para hacerlas todas, reconocerlo así sencillamente. Se trata de que seamos los protagonistas efectivos de nuestra vida y para ello debemos cultivar los hábitos que lo favorecen: solo así conseguiremos convertir nuestra vida en una obra de arte, en el mejor arte del que cada uno sea capaz.

Barcelona, 3 de diciembre de 2023.

Agradezco las correcciones de Rafael Tomás Caldera y María Rosa Espot, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Albert Camus, un verdadero escritor

         En agosto de 1991—hace ahora más de veintidós años— tomé parte en el IX Congreso Internacional de Lógica, Metodología y Filosofía de la Ciencia, cuya apertura se celebró en el elegante anfiteatro de la Universidad de Uppsala. Quedé impresionado por la magnificencia del lugar y por el encanto con el que, antes de que comenzara la sesión, el profesor Evandro Agazzi, presidente de la Sociedad organizadora de aquel congreso, tocaba con acierto el piano que allí había.

         Viene este recuerdo a mi memoria porque en estos días he descubierto que en aquel mismo lugar —el anfiteatro de la Universidad de Uppsala, Suecia— el escritor Albert Camus pronunció una fascinante conferencia bajo el título «L’artiste et son temps» el 14 de diciembre de 1957, cuatro días después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo. Aquella conferencia acaba de ser reeditada ahora por editorial GG con el título «Crear peligrosamente. El poder y la responsabilidad del artista» con abundantes ilustraciones (Barcelona, 2022, 88 págs.). La traducción es la de Miguel Salabert (1931-2007), que vio repetidas ediciones en Alianza Editorial.

         En aquella conferencia Camus denunciaba los regímenes totalitarios de su tiempo —en particular, el comunismo— que esclavizan a los artistas, así como la pleitesía de tantos ante la sociedad comercial en la que el arte se ha convertido en un objeto de consumo más. Camus defiende por encima de todo la libertad creadora: «Las palabras no se dejan prostituir impunemente. El valor más calumniado hoy es el de la libertad», p. 24) y un poco más adelante: «Solo la libertad salva a los hombres del aislamiento» (p. 69).

         Voy a elegir un solo párrafo: «El único artista comprometido es el que, sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos regulares, me refiero al francotirador. La lección que saca entonces de la belleza, si la saca con honradez, no es una lección de egoísmo, sino de dura fraternidad. Así concebida, la belleza jamás ha esclavizado a ningún hombre. Y durante milenios, cada día, cada segundo, ha aliviado, por el contrario, la esclavitud de millones de hombres y, a veces, ha liberado para siempre a algunos. Tal vez aquí, en esta perpetua tensión entre la belleza y el dolor, el amor a los hombres y la locura de la creación, la soledad insoportable y la muchedumbre abrumadora, el rechazo y la aceptación [‘consentement‘], toquemos la grandeza del arte. El arte camina entre dos abismos, que son la frivolidad y la propaganda» (pp. 64-65).

         Pero quiero añadir otro párrafo de su discurso de recepción del Premio Nobel el 10 de diciembre de 1957, que a mí me emociona particularmente: «Ninguno de nosotros es lo suficientemente grande para semejante vocación [la del escritor artista]. Pero, en todas las circunstancias de su vida, oscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará a condición de que acepte, en la medida de lo posible, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación es reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira y a la esclavitud que, allí donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión» (pp. 103-4, Alianza, 2010).

         Después de estas solemnes declaraciones, que tanto dan que pensar, solo quiero añadir unas palabras de Oscar Wilde desde la prisión, que Camus recuerda en su conferencia en el hermoso anfiteatro de Uppsala: «El vicio supremo es ser superficial» (p. 25).

Barcelona, 1 de noviembre 2023.

Agradezco la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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Vivir para los demás

Apertura de curso, C. M. Monterols, 4 octubre 2023

         Es un honor —emocionante para mí— haber sido invitado a impartir esta lección de apertura del curso académico 2023-24 en el Colegio Mayor Monterols. Hace 51 años, en septiembre de 1972, abandonaba Monterols después de haber completado mis dos primeros años de carrera en la Universidad de Barcelona. Mi emoción está causada en parte por la vivacidad del recuerdo y a la vez por la fugacidad de estos años, que realmente se me han pasado volando.

         El tema elegido para mi lección —que será necesariamente breve— podría ser «Liderazgo y servicio», pero la he titulado «Vivir para los demás«. Hoy en día en este Colegio Mayor se alojan jóvenes profesionales, estudiantes de doctorado y algunos profesores de la Universidad. Además es frecuentado por un buen número de graduados o de estudiantes de últimos cursos que aspiran a dar lo mejor de sí en estos años de su desarrollo profesional. Pensad que vosotros jóvenes estáis llamados a ser en estos momentos los transformadores de la sociedad en la que vivís. El simple hecho de vivir en este Colegio Mayor o de frecuentarlo es una señal de que no os conformáis con una vida egoísta y cerrada sobre vosotros mismos; al contrario, estáis empeñados en aprender, en crecer, para poder servir y cuidar de los demás.

         Mi exposición tendrá tres breves secciones: 1ª) qué es un líder; 2ª) lo que no es un líder; 3ª) cómo mejorar.

1. ¿Qué es un líder?

         Durante siete años fui profesor en Navarra en el primer año de la carrera de Economy, Leadership and Government. Se trata de una carrera con unos alumnos excelentes. Recuerdo que un día me habían encargado algún tipo de charla o sesión en un colegio mayor sobre liderazgo o cosa parecida y le pregunté a una valiosa estudiante de esa carrera, llamada Nicole, que me explicara qué era realmente un líder y ella, una auténtica líder, después de pararse un poco a pensarlo, me contestó rotundamente: «Un buen líder es superexigente consigo mismo y superafectuoso con los demás». Esta es la tesis, por otra parte conocida, que quiero defender en mis palabras.

         Me emociona en particular hablar de este tema en esta casa por la señera figura de san Josemaría, fundador de este Colegio Mayor. Me ha encantado ver un retrato suyo en el presbiterio del oratorio. San Josemaría ha sido uno de los grandes emprendedores, como ahora se dice, del siglo XX. Recibió un encargo de Dios en 1928 y puso toda su vida al servicio de la difusión de ese mensaje que consiste esencialmente —como sabéis— en la santificación del trabajo, de las realidades familiares y sociales, de la vida ordinaria. Por eso me gusta recordar aquella metáfora tan sugestiva que san Josemaría empleó en la famosa homilía del campus de la Universidad de Navarra en octubre de 1967 (a la que yo tuve ocasión de asistir: fuimos muchos catalanes en un tren desde Barcelona): «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria». Precisamente por las iniciativas sociales y educativas impulsadas por san Josemaría y sus hijos aquí —«a casa nostra» decimos en catalán—recibió el nombramiento de hijo adoptivo de Barcelona en octubre de 1966 por parte del Ayuntamiento.

         Pero volviendo al hilo central de mi exposición, el punto que quiero destacar es que si vivís en el Colegio Mayor o frecuentáis sus actividades es porque queréis capacitaros para aprender a poner vuestra vida al servicio de la sociedad, para ayudar con vuestra inteligencia y vuestro trabajo a hacer un mundo más humano y por tanto más cristiano. Esa transformación de la sociedad requiere personas de gran corazón que, conscientes de sus limitaciones y también de sus virtudes y capacidades, estén dispuestas a liderar el cambio que nuestra sociedad necesita.

         «El buen líder es superexigente consigo mismo y superafectuoso con los demás», definía mi alumna. Me pareció que había dado en el clavo. Qué clara la definición y qué difícil llevarla a cabo. Me añadía «Ser líder [to lead] es ir por delante, empeñarse en ser ejemplar, en mejorar tanto uno como el equipo: no hay límites en esto». Es verdad: un líder es así. Y me venía a la cabeza cuántos gobernantes u otras personas constituidas en autoridad en nuestro mundo no son buenos líderes porque no son ejemplares, ni desean serlo.

         Ser líder no es cuestión de publicidad, de marketing. Ser líder no se elige: te eligen porque eres más humano, mejor persona. Cuántas veces lo vemos en los grupos sociales, por ejemplo, en los equipos de fútbol. El jugador que no se preocupa tanto de su promoción personal, sino sobre todo de querer y ayudar al crecimiento de los demás, se convierte en el líder natural del grupo aunque no lo sepan los periódicos que solo prestan atención a quién mete más goles, quién cobra más dinero o quién hace declaraciones más escandalosas.

         «El líder es superexigente consigo mismo». No está de moda la expresión «exigencia personal», pero todos la entendemos: ir por delante, ser ejemplar, tener un propósito en la vida y poner todas nuestras fuerzas al servicio de esa misión, sin consentirnos dimisiones, abandonos o caprichos. La vida de un líder tiene sentido y su primer frente de batalla está dentro de sí mismo. Me impresionó mucho algo que explicaba J. K. Rowling, la afamada autora de Harry Potter, en su intervención en el Commencement address de Harvard del 2008: «Una de las muchas cosas que aprendí al final de aquel pasillo de Clásicas [Exeter], por el que me aventuré a los dieciocho años en busca de algo que entonces no habría sabido definir, fue esto, escrito por el autor griego Plutarco: «Lo que logramos internamente cambiará nuestra realidad exterior». (Rowling, J. K., Vivir bien la vida, p. 63). Esto es así. La calidad de nuestra vida depende en buena medida de nuestra exigencia personal. No hay rebajas en esto.

2. Lo que no es un líder

         La historia humana nos enseña que hay líderes malos, personas capaces de arrastrar la voluntad de otros, para hacer daño a otros seres humanos, pero a nuestro nivel inmediato más que con líderes malos nos encontramos a veces con malos jefes, que tienen problemas de autoridad y de reconocimiento por parte de los demás. Apelo a la experiencia de cada uno en este tema.

         Desde hace años sigo con atención los escritos del filósofo venezolano Rafael Tomás Caldera. En estos días me llegaba un texto suyo, titulado «Voluntad de sentido». En uno de los primeros párrafos cuenta Caldera que asistió en Caracas hace muchos años a una conferencia del conocido logoterapeuta vienés Viktor Frankl (1905-1997), el autor del conocido libro «El hombre en busca de sentido» (que todos habéis leído y el que no lo haya leído todavía le recomiendo que lo haga este curso).

         Copio lo que escribía Caldera: «En una memorable conferencia [de Frankl] en Caracas, al concluir dijo: Soy psiquiatra y vengo de Viena. Ustedes habrían esperado que comenzara mi disertación citando a Freud. No lo hice. Pero voy a concluirla con una referencia al maestro. Freud dijo que, si se sometía a los seres humanos a una nivelación de las condiciones en las que se encontraban, reaccionarían de la misma manera. No tuvo razón. Esa experiencia se hizo: fueron los campos de concentración donde estuvimos sometidos a condiciones de supervivencia, con hambre, frío, enfermedad y malos tratos. Pues bien, en ese inmenso laboratorio se demostró que mientras algunos hombres se comportaron como felones, los capos, otros se elevaron como verdaderos héroes y santos. Porque el hombre no está determinado por las condiciones, sino que siempre es libre ante ellas, al menos en cuanto a su actitud más personal».

         Han pasado muchos años, nuestra sociedad es muy diferente, pero tiene alguna semejanza con las pretensiones igualitarias de esas comunidades concentracionarias: reglamentación exhaustiva, pensamiento único, mercantilización universal, individualismo egoísta, consumismo anestesiante, etc.

         La respuesta sigue siendo la misma y está siempre a nivel personal: podemos trascender nuestra vida llenándola de sentido si nos volcamos en el cuidado de los demás. El sentido de la vida no está fuera de la vida, no está en el futuro, ni en el pasado: solo en el presente. La atención afectuosa a las personas que tenemos a nuestro lado es la clave para descubrir ese sentido. El amor es el único verdadero dador de sentido. Por eso, como decía mi alumna, el líder es —ha de ser siempre— superafectuoso con los demás.

         Dejadme que os cuente una anécdota de hace unos pocos años. Un grupo de alumnas de Farmacia a las que había dado clase me había pedido que les asesorara para preparar una ponencia para un congreso universitario sobre creatividad. Habíamos quedado en reunirnos en una cafetería y al entrar advertí que en la esquina opuesta al grupo de mis cinco alumnas superelegantes, había un grupo de cinco jóvenes góticas de negro riguroso y con el pelo teñido cada una de un color: rojo, azul, fucsia, verde, etc. Estaba incómodo por el contraste y a los pocos minutos me acerqué al grupo de góticas, les expliqué lo que planeaban aquellas alumnas de Farmacia y les pedí consejo a ellas —que eran muy creativas como sugería el diverso color de sus cabellos— su opinión sobre el tema. Se alborotaron un poco y a los diez minutos hicieron el gesto de que se iban y se nos acercó la líder del grupo y nos dijo: «Mucha gente pequeña en lugares pequeños haciendo cosas pequeñas puede cambiar el mundo». Probablemente ella no sabía que se trataba de una frase del autor uruguayo Eduardo Galeano, pero realmente fue la salvación para el trabajo de aquel grupo que estaba atascado en la elección del tema para su ponencia y acabó centrándose en esa frase. «Mucha gente pequeña en lugares pequeños haciendo cosas pequeñas puede cambiar el mundo».

         Preparaba este texto en un viaje en tren a Salamanca con cambio de estación —de Atocha a Chamartín— en Madrid. Vino a recogerme a la estación Julio, un buen amigo, con un pequeño coche eléctrico tipo Smart encantador. Sobre el salpicadero tenía un letrero que decía «Living for others», justo el tema sobre el que estaba escribiendo esta lección. Me dijo que era el lema de una ONG de Cooperación Internacional: Vivir por otros y para otros. No se trata de frases bonitas, sino de llenar nuestra vida de un sentido de misión, configurarla al servicio de los demás: solo así puede llevarse una vida realmente feliz.

3. Cómo mejorar

         La semana pasada leía un hermoso libro que me ha regalado Lucas de la Rubia, un interesante escultor madrileño. Se trataba de una entrevista extensa sobre cómo ser creativo, o mejor dicho, la reflexión del artista sobre su proceso creativo. Me llamó la atención cómo contaba que, desde su última crisis, había comenzado a hacer meditación personal y eso le había ayudado mucho a restaurar la fuente de su creatividad. Así es, líderes que me escucháis, para mejorar en vuestra tarea lo primero es cultivar vuestra vida intelectual.

         Desde hace siglos la vida intelectual ha sido caracterizada como aquel tipo de vida en el que toda la actividad de la persona está conducida por el amor a la sabiduría, por el amor sapientiae renacentista, por la búsqueda de la verdad. Lo que más nos atrae a los seres humanos es aprender: «Todos los hombres por naturaleza anhelan saber», escribía Aristóteles en el arranque de su Metafísica. Como el aprender es actuación de la íntima espontaneidad y al mismo tiempo apertura a la realidad exterior y a los demás, la vida de quienes tienen esa aspiración a progresar en la comprensión de sí mismos y de la realidad, resulta de ordinario mucho más gozosa y rica que la de quienes no tienen esa aspiración. No hay crecimiento intelectual sin reflexión, y en la vida de muchas personas no hay reflexión si no se tropieza con fracasos, conflictos inesperados o contradicciones personales. La primera regla de la razón —insistió Charles S. Peirce una y otra vez— es «el deseo de aprender». La experiencia universal muestra que quien desea aprender está dispuesto a cambiar, aunque el cambio a veces pueda resultar muy costoso.

         Este es el primer consejo práctico para mejorar vuestra capacidad de liderazgo: pensar más, y para ello lo que siempre recomiendo es escribir. Poner por escrito lo que pensamos nos ayuda a reflexionar y a comprometernos con lo que decimos: «Escribir —dejó anotado Wittgenstein con una metáfora de ingeniero— es la manera efectiva de poner el vagón derecho sobre los raíles». Todos habéis comprobado la pesadilla que es tener un jefe irreflexivo o que cambie de parecer cada dos por tres, en función de lo que le ha dicho la última persona con la que ha hablado.

         El segundo consejo es todavía más importante, pero tiene que ver mucho más de lo que parece con el primero, porque la escritura es una tarea de amor. Mi segundo consejo es querer más a las personas que tenemos a nuestro alrededor, en la familia, en el trabajo o incluso en aquellos que van a recibir el influjo de lo que hacemos: clientes, pacientes, alumnos, usuarios, lectores. El buen líder es superafectuoso con los demás. Nuestra cultura ha privilegiado la racionalidad y muchas veces ha desatendido lo que más nos importa a los seres humanos que es el querer y el sentirnos queridos.

         Con esto lo que estoy diciendo es que para mejorar nuestra formación como líderes, como verdaderos transformadores de la sociedad, hemos de pensar más y hemos de querer más a los demás. Esto último significa también empeñarse en escuchar a los demás y en aprender de ellos. El líder muchas veces no sabe más que aquellos a quienes lidera, a aquellos miembros de su grupo, pero tiene que ir por delante en el afecto, en el reconocimiento.

4. Conclusión

         Con estas palabras al comienzo de un nuevo curso académico, he querido animaros a comenzar a cambiar vuestra vida desde vuestra propia realidad, si fuera el caso, saliendo de lo que ahora se llama la zona de confort, para abriros así decididamente a los demás. Quienes queremos mejorar el mundo hemos de comenzar por nosotros mismos. Es verdad que abrirnos a los otros nos hace vulnerables, pero si nos decidimos a cultivar la amistad y el diálogo con los demás no solo podremos muchas veces ayudarles, sino que a menudo disfrutaremos más, seremos más felices.

         Se trata de un tesoro por descubrir: tanto el diálogo afectuoso que enriquece nuestra vitalidad interior y nuestro trato, como la comprensión de los demás son el anverso de la exigencia personal que debe proponerse quien quiera ser líder. Como decía aquella valiosa alumna y merece la pena repetir: «El buen líder es superexigente consigo mismo y superafectuoso con los demás».

Muchas gracias por vuestra atención.

Monterols, 4 octubre 2023

Agradezco las correcciones de María Rosa Espot y Sergio Lacoma, y la ayuda de Jacin Luna y Hugo Carretero con las ilustraciones.

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La necesidad del consuelo

         Hace un mes falleció inesperadamente mi hermana pequeña Eulalia. Tenía 64 años y gozaba de buena salud. Su corazón se detuvo al levantarse de la cama en la mañana del domingo 23 de julio. Para mí ha sido un golpe devastador del que, conforme pasan los días, poco a poco he ido recuperándome. La actividad me ha ayudado, por así decir, a anestesiar el dolor. También la oración. Además he podido estar una semana en Buenos Aires con ocasión de una reunión académica y he aprovechado para encontrarme con numerosos amigos argentinos.

         Me ha llamado la atención cómo el compartir el dolor de la muerte de mi hermana con mis amigos y personas queridas, aunque traiga al presente la pena, alivia su intensidad al sentir el cariño y el apoyo de los demás. Probablemente sea esta una experiencia universal, pero cuando uno la vive en primera persona, en la propia carne o más bien en el propio corazón, se ilumina algo muy profundo de la condición humana. No somos islas, no podemos aislarnos con nuestro dolor a solas. Compartir nuestra pena nos alivia al unirnos a los demás, al estrechar los lazos afectivos con aquellas personas a quienes queremos.

         Esta necesidad de consuelo no es debilidad, ni tampoco es amargar la vida de los demás. El que nos apoyemos afectivamente unos en otros es en un sentido muy profundo lo que nos hace humanos. Todos tenemos bien comprobado cómo los niños recién nacidos adquieren su humanidad al calor del cariño de sus padres. Algo parecido podría decirse de la muerte: el compartir la pena nos hace más humanos.

Como destacó el filósofo escocés Alasdair MacIntyre, los seres humanos somos animales racionales y dependientes, esto último, sobre todo, al comienzo y al final de la vida. Frente a la imagen individualista moderna del hombre aislado y solitario, el reconocimiento de que dependemos unos de otros es un logro formidable: el descubrimiento de que en nuestra vida social hay tanta interdependencia como puede haberla en una familia, ayuda a restaurar el sentido fraterno de una genuina vida comunitaria. No quiero tener una pena a solas: no solo necesito el consuelo de los demás, sino que los demás necesitan también que les deje adentrarse en mi pena y eso no solo alivia mi dolor, sino que también a ellos y a mí nos hace más humanos.

         Nuestra sociedad tiende a ocultar el dolor o a privatizarlo, a considerarlo un asunto privado que quizás incluso puede gestionarse con medicación analgésica. Por el contrario, lo que estoy queriendo decir en estas líneas es que el compartir el dolor es también una forma de amor, pues convierte las relaciones afectuosas en verdaderas relaciones familiares, ya que en cierto sentido nos hace hermanos. Como se dice en las coplas de Jorge Manrique, «la muerte a todos iguala», nos ayuda a descubrir que somos vulnerables y que estamos muy necesitados de los demás.

         En este sentido, los centenares de mensajes de condolencia y los diversos modos en los que tantas personas me han expresado su afecto y solidaridad no me han parecido en modo alguno un formalismo social vacío de sentido. Al contrario, me han parecido una maravillosa afirmación de nuestra común humanidad, de nuestra capacidad solidaria de compartir el dolor.

         El día del fallecimiento de mi hermana venían con fuerza a mi memoria aquellos versos de Miguel Hernández en la muerte de su joven amigo Ramón Sijé «con quien tanto quería«:

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada.

Nunca estamos preparados para la muerte de una persona querida, más todavía, como en el caso de mi hermana, si muere «antes de tiempo».

         En medio del dolor he descubierto que el compartir la pena nos hace más humanos, más cercanos, mejores personas. La necesidad del consuelo nos ayuda a descubrir la hondura de nuestra común humanidad, de nuestra fraternidad.

Buenos Aires, 23 de agosto 2023.

Agradezco la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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«Creer en la ciencia»

Me impresionó escuchar al presidente del Gobierno español que, a propósito del cambio climático, sostenía rotundamente que había que «creer en la ciencia». Esta expresión suya —que repitió un par de veces en un debate— trajo a mi cabeza dos comentarios; uno más bien festivo y el segundo más académico sobre lo que la ciencia realmente es.

         Lo de «creer en la ciencia» me hizo recordar lo que recomendaba a veces un viejo amigo filósofo: «Hay que creerse lo que uno ve». ¡Cuántas veces no creemos siquiera lo que tenemos delante de nuestros ojos! De hecho uno de los adjetivos favoritos de mis alumnos para valorar positivamente algo es repetir varias veces que es «¡Increíble!». Respecto del cambio climático basta con comprobar el gran retroceso de los glaciares alpinos en el último siglo —hay fotos para que los jóvenes puedan confirmarlo— para cerciorarse de que el clima —al menos en este respecto— está cambiando drásticamente.

         Mi segundo comentario, más en serio, sobre «creer en la ciencia» es que la ciencia no requiere fe, sino estudio. Muchas decisiones políticas, que en tantos países hemos padecido con motivo de la pandemia del coronavirus, se imponían sin ninguna prueba científica que las respaldase: pedían a los ciudadanos una fe como la del presidente del Gobierno de mi país y no era más que pseudociencia.

         ¿Qué es la ciencia? Acudo a mi admirado Charles Sanders Peirce (1839-1914), el filósofo y científico norteamericano a quien he dedicado mis últimos treinta años de vida, para explicarlo. Peirce concibió la investigación científica como una actividad colectiva de todos aquellos «a los que les devora un deseo de averiguar las cosas», de todos aquellos cuyas vidas están animadas por «el deseo sincero de averiguar la verdad, sea cual sea». A lo largo de su vida, pero especialmente en sus últimos años, Peirce insistió en que la imagen comúnmente percibida de la ciencia como algo completo y acabado es totalmente opuesta a lo que la ciencia realmente es, al menos en su propósito práctico original.

         Lo que constituye la ciencia «no son tanto las conclusiones correctas, sino el método correcto. Pero el método de la ciencia es en sí mismo un resultado científico. No surgió del cerebro de un principiante: fue un logro histórico y una hazaña científica» (Collected Papers, 6.428, 1893). El crecimiento científico no es solo la acumulación de datos, de registros, de medidas o experiencias. Aunque el científico sea invariablemente un hombre que ha llegado a estar profundamente impresionado por las observaciones completas y minuciosas, sabe que observar nunca es suficiente: su «objetivo último es alcanzar la verdad». Esto requiere no solo reunir datos, sino también abducción, es decir, la adopción de una hipótesis para explicar los hechos sorprendentes, y la deducción de consecuencias probables que se espera que verifiquen la hipótesis.

         La ciencia es para Peirce «una entidad histórica viva», «un cuerpo vivo y creciente de verdad». Ya en sus primeros años, en su artículo «Algunas consecuencias de cuatro incapacidades» (1868), Peirce había identificado a la comunidad de los investigadores como esencial para la racionalidad científica. El florecimiento de la razón científica solo puede tener lugar en el contexto de comunidades de investigación: la búsqueda de la verdad es una tarea corporativa y cooperativa.

         Como lema de mi grupo de investigación, hace muchos años elegimos estas palabras de Peirce: «No llamo ciencia a los estudios solitarios de un hombre aislado. Solo cuando un grupo de hombres [y de mujeres], más o menos en intercomunicación, se ayudan y estimulan unos a otros al comprender un conjunto particular de estudios como ningún extraño podría comprenderlos, [solo entonces] llamo a su vida ciencia» (MS 1334, 1905).

         Peirce define la ciencia como una búsqueda diligente de la verdad por la verdad misma, desarrollada por una comunidad de investigadores, hábiles en el manejo de unos instrumentos particulares y entrenados en unos determinados modos de percibir o unos particulares modos de pensar. Para Peirce, «la ciencia no avanza mediante revoluciones, guerras, y cataclismos, sino [que avanza] mediante la cooperación, mediante el aprovechamiento por parte de cada investigador de los resultados logrados por sus predecesores, y mediante la articulación en una sola pieza continua de su propio trabajo con el que se ha llevado a cabo previamente» (CP 2.157, c.1902). La ciencia es un modo de vida, un arte transmitido de maestros a aprendices.

         Por esto, la ciencia no hay que creerla, hay que hacerla: requiere estudio, trabajo y confianza en la capacidad de la razón, en especial cuando es proseguida comunitariamente, para descubrir la verdadera realidad de las cosas.

Pamplona, 25 de julio 2023

Agradezco las correcciones de Sara Barrena, María Rosa Espot y Philip Muller, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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La espectacularización de la política

         Al comenzar mis vacaciones de verano en lo alto del Pirineo de Huesca, en la frontera con Francia, decidí desconectar por completo de la la prensa —tanto online como en papel— y de la televisión. Por ahora lo he cumplido y me parece que he ganado más tranquilidad de espíritu. En estas semanas que preceden a las elecciones generales en España —que tendrán lugar el domingo 23 de julio— el griterío en los medios de comunicación se hace a menudo insoportable. Algunos dicen que hay un enorme «ruido mediático», pero sobre todo lo que hay es un lamentable espectáculo en el que los políticos de partidos opuestos se cruzan insultos, gritos y descalificaciones.

         De forma semejante, en las últimas décadas el fútbol se ha potenciado enormemente a escala internacional como un gran espectáculo. Lo que está comenzando a ocurrir con la política parece algo similar. Basta ver cómo los incidentes que suceden en la campaña para elegir al presidente de los Estados Unidos ocupan ya un notable espacio en nuestros medios de comunicación, aunque las elecciones vayan a tener lugar dentro de 16 meses y probablemente su resultado, sea cual sea, en poco va realmente a afectarnos. Se trata simplemente de un entretenimiento que llena los noticiarios y los medios de comunicación y sirve para distraernos de otros problemas quizá más graves.

         Viene ahora a mi memoria una carta publicada en el periódico La Vanguardia de Barcelona hace varios años, suscrita por alguien de un país del sureste asiático con un régimen dictatorial. El autor de aquella carta era un gran admirador de Messi y para él —decía en la carta— verle jugar al fútbol era el único espacio de libertad del que podía disfrutar en su pobre país, oprimido por una penosa dictadura. Me impactó aquella carta porque decía algo muy profundo sobre los seres humanos: necesitamos espacios de libertad en los que podamos disfrutar, ya que no podemos estar siempre agobiados por los problemas que nos afligen. Por esto, que el fútbol sea un espectáculo y que arrastre a millones de espectadores y mueva muchísimo dinero resulta, en cierto sentido, algo connatural, ya que en última instancia el fútbol es un juego: siempre está abierto a la novedad y a la incertidumbre, ¡cuántas veces el equipo que parece más débil derrota al más potente! Probablemente, esta espectacularización del fútbol —que hace posible que muchos millones de espectadores disfruten en un mismo partido— ha hecho un gran bien a la sociedad e incluso a escala global ha unido más al mundo.

          Sin embargo, pienso que no debería ocurrir esto mismo con la política: la organización de la sociedad no es un juego. En una sociedad democrática la legítima competencia entre los diversos partidos políticos para llegar al ejercicio del poder ha de estar sometida a reglas y a árbitros —como lo están los partidos de fútbol en las competiciones deportivas—, pero deben ponerse todos los medios para que la confrontación no degenere en un combate a campo abierto en el que la mentira, el insulto y el desprecio se consideren instrumentos válidos.

         En estos días de vacaciones he podido leer el hermoso libro de Rafael Tomás Caldera «El poder y la justicia. Para jóvenes políticos» (Caracas, 2023). Me impresionaba la clarividencia de este pensador venezolano: «Quien confunde la política con una técnica de dominio para obtener ciertos resultados, no es extraño que ceda a la tentación de extender el ámbito y la duración del ejercicio del poder, la tentación totalitaria» (p. 18). Los gobernantes autoritarios —véase el caso de Corea del Norte, China, Rusia, Nicaragua o tantos otros— suelen montar todo un aparato espectacular —impresionantes desfiles, aclamaciones multitudinarias, exaltaciones nacionalistas— para enmascarar el dominio que ejercen sobre la población. Quienes vivimos en sociedades más genuinamente democráticas debemos advertir que la espectacularización de la política y el consiguiente control de los medios de comunicación son las vías para que una democracia degenere en tiranía.

Astún, Huesca, 24 de junio 2023.

Agradezco las correcciones de María Rosa Espot, Rocío Montuenga y Paloma Pérez-Ilzarbe, así como la ayuda de Jacin Luna con las ilustraciones.

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